Siempre es difícil precisar qué podemos entender por la dignidad, la calidad --palabra extrañamente en boga-- enredadas en la muerte. Desde el principio de este cuaderno, se me han ido entretejiendo las miradas a la fascinación que el final de la vida siempre ejerce: Epicuro, Las Benévolas, la memoria histórica... Parece que es ahora obligado volver los ojos a las muertes que los medios retransmiten, objetivan, enfocan: algo quieren decirnos sobre qué hemos de pensar o qué esperar, en una cultura como la nuestra, que precisamente tiene en el centro de su origen una ejecución. Una muerte forzada por el hombre que aquilataba la autenticidad de lo divino en la persona de Jesús de Nazaret.
Y sin duda que hay una relación en la manera como nuestra cultura enmudece la muerte, la aparta extramuros de la conciencia, la quiere hacer a toda costa indolora, previsible, casi diríamos que cómoda. Observable desde fuera, asumible como experiencia, ya no vivida, sino cuidada, paliada, sedada. Las peticiones de una eutanasia judicialmente controlada sin duda que responden a un sufrimiento extremo, físico o mental. Pero si alcanzan relevancia de la manera como lo hacen es porque el moribundo se vuelve a una sociedad que promete bienestar y reclama la extensión de esa protección al necesario enfrentamiento con el fin. No discutimos sólo por exorcizar los miedos propios en la vivencia, sino que necesitamos imaginar que todas las vidas transcurren en un cauce previsible y retransmitible, desde el nacimiento hasta el acabamiento. Y es a esta necesidad de todos, culturalmente emergente, a la que apela el reclamo de una muerte digna, es decir, acorde con los elementos implícitos de la ideología global que tiende a plasmarse ya no, como antaño, en los textos religiosos, en la liturgia sacramentada, sino en lo jurídico. La muerte natural ya no se administra como un hecho personal donde el individuo se enfrenta a su propia naturaleza cosntitutiva, dentro del marco de la religión como símbolo de los límites de lo humano, sino como un espacio de derechos inalienables, un lugar de deberes colectivos de cara al que se extingue. Morir ya es materia jurídica, no en su plasmación certificada, sino en su proceso.
Algo tendrá que ver con la verbosa manera como los textos constitucionales construyen la biografía ideal del ciudadano en una abstracta secuencia de derechos atendidos desde la colectividad, organizada asistencialmente. La idealización de la política, no como el campo de solución en ley de los conflictos, sino como la idealización de la experiencia humana convierte las declaraciones de derechos en un exhaustivo catálogo cada vez más obsesivamente enumerativo. Y es aquí donde se insertan cosas tales como el disfrute del paisaje, la muerte digna, como derechos a los que hay que responder colectivamente.
Se trata de una tendencia obsesiva de nuestra cultura, el proyectar la totalidad de la experiencia humana al ámbito de lo jurídico, como idealización. Prescindimos de sacerdotes y nos rodeamos de legisladores, de médicos, de jueces para sentir la existencia no como un espacio abierto al ejercicio de la libertad responsable en las limitaciones naturales, sino como un derecho que debe imponer su lógica absoluta dentro del Estado del Bienestar y su Constitución, que ampara todos y cada uno de los procesos vitales. Ya no somos ciudadanos que prevén y ordenan el conflicto y el bien común, sino meros avatares del Ciudadano Derechohabiente y rodeado de abigarradas cortes de funcionarios que velan por su bienestar, por el ajuste a derecho de cada uno de los instantes que compongan su trayectoria hasta el extremo. El miedo a la muerte nos hace así entregar todo el espacio al Estado como garante y administrador absoluto de la existencia. Queremos estar bien en todo instante, no ser, ni mucho menos saber que hemos de dejar de ser.
Ganaremos una buena muerte colectivamente diseñada en este proceso, pero tal vez comprometamos en exceso una buena vida individualmente construida.
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