Hay palabras y viento que tiemblan al rozarnos
como aromas de dedos acuosos. La propia vida
de ese modo desliza su rocío; mas desmaya
su extasiada caricia cuando llena la boca
el negro lago del olvido.
Amarte es consagrar la propia desmesura,
apurar los tragos sediciosos de la muerte
que a las sombras arrastra los recuerdos.
Amarte. Nada más. Antes de traicionarte,
como ave que vuela sin destino,
caprichosa y libre, como el viento.
Como su estela, dulcemente perfumada.
Los que realmente sufrimos la muerte, pero solo la ajena, somos los que asistimos al final de los otros, los que incorporamos nuestro miedo y nuestra conciencia de acabamiento a un proceso que por sí mismo no es percibido por el sujeto que muere sino, en todo caso, como una realidad confusa, intuida, nunca vista e identificada plenamente como el no ser, pues excluye, tal y como delata Epicuro, la conciencia. De modo que el horror a la muerte, al vacío, al final, proviene quizá de la nunca bien delimitada manera como accedemos a un yo pleno y consciente, autocontenido en su propio acto de conocer. No es fácil recortar de entre los fogonazos de los más tempranos recuerdos el perfil preciso de la propia conciencia, en esos momentos de la infancia aún no discernible del propio hecho de recordar. Somos esos recuerdos, somos esas imágenes, no podemos distinguir clara y distintamente el yo separado de la evocación, de la memoria.
En efecto, si no podemos distinguir claramente el yo del recuerdo más antiguo, es posible que la agonía, el proceso real de la muerte subjetiva, sea una disolución lenta de la propia conciencia en el no-recuerdo, en desposeernos de esa capacidad virtual de biografiarnos y recuperar los ítems significativos de la memoria. Una disolución que el yo no debe de sentir como algo propio, sino como una más o menos subjetiva y lenta forma de soltar el alma, de desidentificarse con ese repaso de la propia vida en que se nos presentan, según dicen, los actores principales en la constitución de la propia identidad y somos gradualmente absorbidos por una luz en que nos disolvemos, como un budista en su nirvana de despersonalizada marea tumultuosa y silente.
La muerte, en cambio, como concepto cultural, no es otra cosa que el complejo de ideas y sensaciones que vamos construyendo a partir de las otras muertes, presenciadas o imaginarias. Y las religiones como el cristianismo operan una pivotización radical del ser humano en la muerte como acto decisivo, redentor o condenatorio. Como cristianos de origen, aun sumergidos en el agnosticismo intelectual de hoy, conservamos por la muerte una reverencia excesiva, totémica, obsesionante. Y quizá es el peso que añadimos a todas las experiencias de la vida, contaminando el amor, el sexo, la amistad, la procreación de una fúnebre necesidad de eternidad, que nada tiene que ver con tales sentimientos y hechos de la natural proyección del yo en los otros.
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