martes, 26 de marzo de 2013

Toma mis manos...

Toma mis manos, hunde su silencio, su temblor en el agua cansada del deseo y el sueño, moja su lúcida agonía, su soledad espesa y fuerte; has de empaparlas, amor, has de llenarme los dedos, las palmas, las uñas, de tu contacto triste, de tu presencia derramada. Cógelas sin pensar, resbala apenas tu mirada por la manera dulce como te buscan, por los caminos mudos de su tanteo dudoso, su pericia escasa de sal desmenuzada. Tienes en ellas todo mi ser escurridizo, toda mi alma como en madriguera, al acecho final de la mirada última, de los ojos de hielo y de sombra. Tienes el pálpito de mi escritura, la soledad amarga en la caricia que prometen, en la tersura amable como te dibujan, te requieren, te señorean, sombrías, codiciosas, delicadas. Te trazan y te inscriben como una cruz de luz en el camino de la noche, como un faro nervioso y tímido, apenas ya destello y querencia frágil de náufrago, de ahogo, de remo, nuncio de tumba vacía y de flores mansamente derrotadas, sí, sobre el vientre ligeramente henchido, lúgubre, de la tierra que cubre y que protege. Toma mis manos, amor, mis manos dejadas, mi agonía sin cuerpo ni espacio; sin esquela, ni canto, ni destino. El agua de mis manos, bébela, reposa en tus labios su amargura tenue, su cansancio denso, su languidez de lobo ausente; bebe mi vida como un licor de nieve, sorbe la arruga reseca y fría, su desnuda canción de acento tibio, su voz de negra palidez, de breve estancia. Bebe mi alma, amor, bebe su antiguo fuego en mis manos, lame la desazón que ya se apaga, que se diluye cabizbaja, como una llama casi extinta, como una sombra en la piel fugitiva del agua y de la luna. Mis manos, amor, solo mis manos. Solo tus besos, en ellas, en la manera escasa como sobreviven, como buscan de nuevo zambullirse en mi herida, en el silencio, en el abrupto instante de mi muerte.

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