martes, 25 de enero de 2011

Vacío y esperanza

No hay límites para la capacidad humana de esperar. Sea cual fuere el estatuto efectivo de lo que anhelamos y deseamos más allá de nuestra realidad tangible, solo si tiene naturaleza divina, por completo incondicionada, puede ser conmensurable al deseo, a la sed de infinito que abruma y espolea el corazón.

Y si por ventura fuera, definitivamente, la nada cuanto hay en la otra orilla, qué decir en tal caso, no dejaría por ello de merecer el calificativo de infinita, de carente de fronteras, pues su opacidad con respecto al ser, su mutua inencontrabilidad, son absolutas... De no ser que resultaran, precisamente, pequeñas efervescencias de nada lo que se agita en la espuma del ser, la materia que emerge a saltos y trabajosamente en la existencia. Cara y cruz que se dan la espalda inevitablemente, pero que no escapan al conocimiento o prefiguración al menos, solo posibles ambos desde el lado de la existencia, pues es el bando en el que milita nuestra conciencia.

Deseo ilimitado el nuestro. Únicamente puede saciarse o sustentarse en la persistencia del ser que no precise del baluarte de una prisión espaciotemporal. En la persistencia y en la experimentabilidad, ya que no en la plena cognoscibilidad. Es alimento humano lo divino, podemos atraparlo en nuestra dimensión corporal, aun de manera puramente anunciativa e intuitiva. Tal es la comunión, simbólicamente: el hecho de la aceptación del ser como soporte y alimento de la conciencia, mortal y disgregable.

Las ambiciones que nos habitan quieren un drama intemporal, eterno. Y en esa expectativa desordenada, en esa carnalidad excesiva es donde el cristianismo proyecta la humanidad colmada, la promesa viva y presente, tangible y siempre capaz de regresar junto al deseo, cuando este pareciera ya inexorablemente condenado a la resignada insatisfacción. El Cristo, que nace, está presente, muere, resucita, regresa y aparece, es decir, habita, persiste, gira sin fin en el circuito de la esperanza del hombre. Otras religiones necesitan de un polo de atracción hierático, distante, estático, inalterable. No poseen esa urgente e inquietante capacidad de reflejar lo humano, esa manera herida de encarnar el tiempo vivo, de sangrar y agotarse por entero en el momento culminante de la muerte, redoblada de eternidad y de presencia.

Como las llagas de la pasión, oquedades que revelan el ser a los incrédulos dedos del discípulo, así el silencio, el vacío, la ausencia es cuanto, más allá de la fe infantil e ingenua, o mejor, construido precisamente sobre sus mismos cimientos, cuanto, decía, nos conduce de nuevo, una y otra vez, por el camino de la esperanza.

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