(Se trata de un texto que no ha perdido vigencia en sus causas de base. Por eso creo que vale la pena ofrecerlo de nuevo)
La palabra está en boca de todos, y quizá nunca con tanta fuerza como en estos días, en los que la cuna de la ciudadanía de la Europa Moderna ve consumirse en fuegos nocturnos la esperanza de su lema fundador de libertad, igualdad y fraternidad. La República reacciona con puño de hierro contra ciudadanos enfurecidos, hijos de inmigrantes, atrapados entre la discriminación y el terrorismo urbano, entre la exclusión y el cóctel molotov. Habitantes de los suburbios en los que la ciudad se diluye, arrojan su ira incendiaria contra los coches aparcados, símbolo de la libertad individual, contra las escuelas republicanas, en las que las muchachas no pueden velar su rostro, contra todo lo que recuerde al Estado y a quienes se sienten franceses de pleno derecho.
No faltan voces que califican los sucesos de intifada, de revuelta violenta en la frontera entre Occidente e Islam, dentro de la vieja Francia. Son disturbios repetidos, deslegitimadores del Estado, que se revela impotente para restaurar el orden y justificar así su monopolio de la violencia. Admitir esa apresurada equivalencia, sin embargo, nos aloja imperceptiblemente en un contexto falso. Nos invita a identificar en términos maniqueos, según la lectura dominante y simplista, bloques enfrentados en Oriente por muy diferentes razones, históricas y sociales. Ni Israel es la República Francesa ni los jóvenes violentos del extrarradio de París pueden representar a los palestinos desposeídos de su propia tierra. En realidad, es casi exactamente al contrario: son los franceses de origen musulmán quienes pretenden imponer sus leyes religiosas en el territorio galo. Quienes, incendiando coches anónimos, escuelas laicas, recuerdan a sus mujeres que nunca permitirán que descubran el rostro, seña de la individualidad, por más que vivan en Europa. No debemos engañarnos. Toda la violencia de los actos perpetrados no significa sólo, ni principalmente, un desafío violento al Estado; constituye, además, una amenazante delimitación del propio colectivo. El fuego marca, efectivamente, líneas intraspasables: polariza las tensiones, rompe los puentes, evita el tránsito libre e individual de una matriz cultural a otra. Y ahoga las actitudes de quienes viven la fe islámica y la ciudadanía francesa como aspectos separados, integrantes, respectivamente, de su ser privado y de su personalidad pública.
Si dejamos que el fuego nos encandile con su brillo fascinante, no podremos diagnosticar las quemaduras, profundas y extensas, en la piel de la convivencia ciudadana. Pensaremos que bastará con apagar las hogueras y encarcelar o expulsar a los cabecillas. Y sin embargo, las brasas seguirán humeantes sordamente hasta que prendan de nuevo. Entre tanto, habrán ardido las esperanzas de cientos y cientos de mujeres, dispuestas, quizá hasta hoy, a beneficiarse de la ciudadanía para replantear sus relaciones familiares y sociales. Se habrán consumido las ambiciones personales de muchos jóvenes, enrolados en la destrucción frenética y apartados del esfuerzo y el mérito. Y los muros del desprecio y la desconfianza ganarán altura en las mentes de los autóctonos. El individuo, base de la República, volverá a difuminarse en la tribu, cederá sus derechos inalienables al grupo, conjurará sus miedos con la violencia, policial o rebelde. Asistiremos a un proceso de falaces seguridades, de forzadas lealtades simétricas. Porque habremos permitido que la geometría poliédrica de la democracia se transforme en el ritual plano y previsible de la discordia.
La ruptura de la Ciudad, la stasis, que denunciaba Platón, pasa necesariamente por la polarización dual de la sociedad, por la intrusión en el alma de cada individuo de la compulsión para tomar partido entre dos mundos condenados a enfrentarse. La izquierda, antaño predicadora de la lucha de clases, siente la atávica tentación de interpretar el conflicto pro domo sua, como una manifestación más de la caducidad del viejo orden. La derecha, víctima de un conservadurismo carente de proyección, también se ve atrapada en la reacción contundente y se muestra incapaz de ofrecer espacios de nueva planta.
Y sin embargo es preciso. Es imprescindible redefinir el territorio común de la ciudadanía. Sin concesiones a quienes pretenden anular a sus mujeres con la ventajista e inaceptable coartada de la especificidad cultural. Con nuevos símbolos que apelen a la conciencia individual de todos y cada uno de los ciudadanos. Un día fue una mujer, la Libertad, con el seno desnudo, la que guió al pueblo francés, a todos los hijos de la patria, para forzar el amanecer de la libertad y la dignidad del hombre y el ciudadano. Tendrá que llegar el día en que las mujeres musulmanas, francesas y europeas, enarbolen su propia dignidad, ostenten su propio rostro para conquistar el espacio público de la Ciudad, las ventanas abiertas de sus casas. Solo así se habrá superado definitivamente el problema. Desvelando a las auténticas y silenciosas víctimas de las hogueras con las que nuevas inquisiciones se enardecen en las calles oscuras de la Ciudad Luz. Bumedian nos amanazaba con la fertilidad de sus vientres. Si seducimos sus almas, tal vez el camino del progreso de la Humanidad no tenga que sufrir retrocesos en la conquista de la libertad. Es aquí donde reside la auténtica frontera, la decisiva batalla, civil y pacífica, que librar. La posibilidad, o el principio del fin, de la ciudadanía libre, igual y fraterna.
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