La retórica y el poder han ido siempre de la mano. Toda forma de dominio, instituido o pretendido, genera una representación lingüística de celebración y legitimación. No únicamente lingüística, pues otros sistemas simbólicos desempeñan a menudo funciones complementarias en el recubrimiento del hecho. En el siglo XX son especialmente llamativos los movimientos totalitarios, que aspiran a ocupar todo el poder y a reemplazar el lenguaje y la percepción del hecho político, a través de un sistema holístico y excluyente, una damnatio memoriae de las categorías de pensamiento abierto propias de la democracia liberal, cuya esencia estriba, no tanto en el poder vigente, transitoriamente en acto, como en la permanencia de una u otra oposición, como dominio en potencia.
Frente al sistema democrático, heraclitiano, que acepta el carácter esencial del cambio posible como contrapeso, el marxismo, el fascismo, los nacionalismos y el ecologismo pretenden parmenídeamente refundar la comunidad sobre la imagen de un homo novus, adánicamente retornado al paraíso del oikos comunal universal: tras la debelación y superación hegeliana de la economía, en el caso del socialismo científico; a través del ethnos expansivo, que proyecta a las razas superiores en un hinterland de conquista sangrienta, si nos referimos a los fascismos; en la patria jibarizada y depurada, donde los nacionalismos secesionistas incrustan, como en lecho de Procusto, a sus micropatriotas; en Gea, como mater natura de un ser humano que ya no se reconoce en el otro como miembro igual de la comunidad, de la polis, sino a sí mismo como criatura umbilicalmente súbdita de las leyes naturales elevadas a sharia planetaria.
Es urgente, pues, analizar el lenguaje político de algunos de estos movimientos, en un determinado país y en épocas concretas, con un especial interés dedicado a comparar un representante de los demonizados (nazismo) con otro de los santificados (ecologismo) en la communis opinio, tratando de poner de relieve su paradójica y preocupante equivalencia en cuanto totalitarismos que desafían la naturaleza abierta en Occidente del hecho político, desde su germinal expresión en la Atenas clásica.
Viva, pues, Heráclito.
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