Reconozco que había prestado atención a todas las opiniones. Algunas insistían en que Ágora cargaba tendenciosamente las tintas en su retrato de los cristianos alejandrinos de finales del Imperio Romano. Otras en que faltaba pasión, sobraba austeridad en los sentimientos de una Hipatia demasiado deshumanizada, excesivamente consagrada a la ciencia. Y todas me hacían pensar, a fin de cuentas, que Amenábar había proyectado en un fresco histórico, meritorio y correcto, sus propios fantasmas anticlericales, su sensibilidad un tanto autista y virginal.
Nada de eso es cierto. Puede que no convenzan del todo todos los actores. Puede que falte algo de ritmo, en determinados momentos. Pero tampoco aciertan quienes se encastillan en historicismos pacatos de virgen ofendida. Amenábar es cine, cine de verdad. Sin la gesticulación forzada de un Almodóvar, que tantas buenas películas frustra en astracanadas involuntarias. Sin los forcejeos visuales estruendosos del cine americano de fast food, tan exitosamente estrenado conmo fulgurantemente olvidado.
Lo mejor de Spielberg y de tantos maestros de la cámara. El tempo de la escena. Lo que puede dar de bueno un abultado presupuesto. La solvencia de un reparto medido y sin estrellatos cegadores. La sensibilidad de un guión que no solo comprende, sino que explica y relata con eficacia y brillantez. Diálogos que beben en la mejor tradición, para construir personajes de largo recorrido, de aliento trágico. Y un manejo de la cámara como pocas veces recuerdo haber disfrutado, con momentos de auténtica poesía visual.
Y el relato, el subtexto, como queramos decirlo, que no es otro que la libertad. Como lo era en Mar adentro. En Tesis o en Abre los ojos; incluso en Los otros. Amenábar siempre se enamora del personaje que huye de los enemigos de la vida, sean éstos asesinos enloquecidos, farisaicos negadores de la voluntad libremente desesperada, sea la propia muerte, que nos niega desde el otro lado del espejo. Amenábar ama la vida. Y busca en ella, admirativamente. La vida que a Sampedro ya no le resulta humana, la vida que se desdibuja en la pesadilla del silencio eterno, la vida que se escapa a manos de asesinos o de la propia locura. La vida, libremente vivida.
Por eso a Hipatia no le cuadra el amor. No solo porque en su época es la única manera como una mujer escapa al yugo masculino. Igual que le servirán de paradójico escape a Teresa de Jesús el convento y el amor de Dios. No solo porque sin un amante a su altura se consigue definir el personaje de un testigo deliberadamente apartado, que no puede rehuir el río desbordado de la historia, de la violencia y la muerte. Y no solo porque se evita el mecanismo fácil de la pareja, en la que la sensibilidad del espectador medio se refugia, huyendo inadvertidamente de la reflexión y el desafío. Todo eso es cierto. Pero la auténtica raíz de la soledad de Hipatia no es la virginal consagración a una ciencia detentada entonces por los hombres. Es, sobre todo, la libertad. Nada de heroína feminista. Como Sampedro no era un soldado de la buena muerte. Es, sobre todas las cosas, un personaje trágico. Un símbolo de libertad, de coraje, de locura. De la valentía con que merece la vida quien sabe vivirla libremente, desde sí mismo, sin límites ni cortapisas, con la fidelidad al propio ser que devuelve la dignidad y, en cierto modo, salva y redime.
Eso es lo que he sentido hoy al ver la muerte de Hipatia, frente al altar de Cristo, en esa imagen de martirio tan perturbadora como hermosa. El misterio de la redención del ser humano. La única redención posible y cierta. Que no tiende a elevarnos a las estrellas, a un cielo imaginado y deseado, sino solo a acercarnos a ellas, humanamente, comprendiéndolas un poco mejor. La vida: audacia de saber, libertad de ser.
Gracias, Amenábar. Porque nos has mostrado el barro de que estamos hechos, la ambición, la mentira y la muerte, y has sabido enseñarnos, también, con tanta hermosura, el brillo de las estrellas, que parecen observarnos y reflejarnos. Si tenemos la valentía de contemplarlas, de entenderlas. De merecerlas.
La libertad. Sí, claro está.
Hay muchas Hipatias a las que no les cuadra el amor.
ResponderEliminarAmenabar es un genio, el mejor director español para mi y esta su obra cumbre.
Un saludo
Eurice, perdona que tarde en contestar. Creo que tienes razón. Está tocado por los dioses. Y es un ángel entre nosotros. Bueno, dejando a un lado las metáforas religiosas, o no del todo... Creo que convendrás conmigo que Hipatia es Cristo. Hay muchas evidencias. Bueno, más que Cristo: ni siquiera echa a los mercaderes del templo, aunque intenta que Orestes prenda a Cirilo, demasiado tarde. Tarde. En fin, una gran película y un gran director.
ResponderEliminarUn saludo