Buscar simetrías forzadas entre Occidente y el Islam no es aconsejable. El cristianismo no es equivalente a la religión de Mahoma, ni por su significado actual dentro de las sociedades en las que es mayoritario, ni por su trayectoria y valor histórico. Y si además introducimos el judaísmo, todavía es más forzado el planteamiento igualitario.
Los tres credos son en realidad diversas fases de evolución del monoteísmo, que no se anulan, más bien acaban articulando un espacio siempre conflictivo, en la medida en que se disputan no solo una tierra sagrada, sino, sobre todo, el dominio del capital inmaterial de un dios único y exclusivo, que afirma la identidad a base de la aniquilación simbólica o efectiva de otros pueblos. Los judíos robustecen su seguridad a través de la endogamia, los cristianos se funden con el pensamiento y la civilización grecorromanos, en tanto que el Islam desarrolla una expresión independiente y ex novo. Precisamente por la instauración de un nuevo texto sagrado, que no es una continuación de la tradición mosaica, sino una substitución que hunde los profetas judíos y la revelación cristiana para cimentar un nuevo edificio de sacralidad en una lengua nueva y abierta a la conversión de todos los pueblos.
No hay, pues, equivalencia. Se trata, por el contrario, de una inevitable disputa desde el mismo momento en que las tres religiones se afirman como realidades permanentes en la historia. Lo que Occidente sí puede esgrimir es un nuevo espacio de convivencia, no basado en el contrapeso de creencias equivalentes, sino en el redescubrimiento de la independencia del ser humano con respecto a lo sagrado. Esta criatura de la filosofía griega, por más que se había recubierto de teología durante siglos, acaba por romper de nuevo su crisálida en el Renacimiento y por diseñar un definitivo espacio público de racionalidad y convivencia a partir de la Ilustración. Y esta ha de ser la baza de Occidente.
Sin embargo, en Estados Unidos nunca se consumó el laicismo filosófico en el ágora de la política. Siempre quedó teñida de sacralidad, y es desde ese espacio divinizado como Bush prolongaba el espíritu de Cruzada de inspiración veterotestamentaria y como Obama obtiene su máximo en una tolerancia neotestamentaria, pero filosóficamente insufuciente.
Por eso el cortejo de Obama al Islam reconoce el derecho de las mujeres a conformarse con su esclavitud y choca con las legislaciones emancipadoras de una Francia fiel a los principios de su laicismo puro. Por eso el aparente progreso del flamante nuevo presidente americano puede acabar convirtiéndose en un búmerang de resacralización de Occidente, como ya ha ocurrido en los países postcomunistas y como puede acabar pasando en la Vieja Europa, incapaz de atraer su inmigración al ágora desacralizada.
En cambio, es signo de enorme ceguera enfatizar el carácter sangriento de una parte de la tradición musulmana. Aun cuando fuera cierto, como afirmaba el Papa en Ratisbona, que el Islam es una religión creada desde la violencia y la imposición, debería pesar más en nosotros el hecho de que los musulmanes actuales se reconozcan en el retrato buenista de su propia historia. Mejor es que una imagen sesgada y pacífica de su pasado sea la que eligen y aplauden para representar sus derechos y sus reivindicaciones, que no el cultivo de la historia de violencia por la que la religión de Mahoma se extendió. De modo que Obama acierta, aun cuando desde un punto de vista histórico falsee o idealice en exceso. Ofrece en todo caso un espacio de paz y de distensión en el que es posible el compromiso y la convivencia y que es saludado por su auditorio.
El problema no es, pues, el retrato beatífico del Islam. El error es precisamente aceptar que el conflicto solo puede expresarse en clave religiosa. Cuántas mujeres de tradición musulmana no pugnan precisamente por salir de la cárcel de sacralidad para poder repensar libremente su identidad y su futuro, no solo las que viven en países de Occidente, sino también, y más heroicamente, las que se debaten en tierras de mayoría aplastantemente islámica.
Pero el liderazgo de Occidente es el que es y poco puede hacerse por enmendar los hechos, que son tozudos. Y más vale un presidente que representa, dentro de su país, un paso enorme en la historia de la emancipación del ser humano, que no el eternizarse en una estrategia de confrontación, de la que Estados Unidos, y todo Occidente, a la larga solo puede salir debilitado y ofrecer al futuro un espacio abierto a la audacia de las potencias emergentes y sólidas, como la propia China.
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