lunes, 3 de noviembre de 2008

Oscar Wilde, De profundis

Nunca un título marcó tanto las diferencias en el seno de una producción literaria. Porque al leer la carta carcelaria no podemos dejar de pensar que las obras superficiales de Wilde representan una huida del interior de sí mismo, que es, esencialmente, una prisión atormentada, necesitada de redención, de perdón, tal vez un psicoanalista diría que necesitada de la aceptación materna, de la que normalmente huye en un ejercicio exhibicionista de ingenio. En las comedias, la inteligencia, la agudeza recubre una radical incapacidad para expresarse dentro de un mundo que es todo sufrimiento y angustia, en el que no se le acepta sino en la medida en que es capaz de encubrirse bajo una capa de calculada prescindibilidad.

Sin embargo, en los cuentos, en determinados ensayos, en Dorian Gray es donde apunta el Wilde profundo, el autor que quiere la felicidad del ser humano en su esencia aún no escindida, la niñez, o la juventud trágicamente mantenida en el personaje demoniaco de Dorian Gray. Un Wilde que solo puede demostrar su sometimiento incondicional y patético ante su amante, único ser que lo conduce al abismo de la condena por la sociedad a la que había desafiado en el terreno de la irrealidad y el dandismo, pero cuyos prejuicios no dudan en destruirlo cuando exige del mundo un aberrante perdón desafiante en su temerario proceder, en el pleito que acaba costándole la libertad primero, y por fin la muerte en el exilio. Entre ambas, entre la esclavitud de la cárcel y la agonía de París, la carta, el De Profundis, en la que confunde a la persona de su amante con quien puede otorgarle el perdón que en realidad tantas veces se ha negado a sí mismo desde el disfraz, el dandismo y la espuma de una risa hueca y vacía. Un perdón que nunca llega, ni desde la Cruz que tantas veces le tienta, ni desde la sociedad que no le perdona su absoluta libertad. Solo el Arte, la Literatura son los espacios donde consigue una redención imperfecta, una redención posible en la comprensión de los lectores a los que subyuga su ingenio y absoluta humanidad, pero de la que no pudo, desdichadamente, disfrutar en vida.

Afortunados, pues, nosotros. Desdichado, siempre, aun entre burbujas de champán y olores de tiernas flores, Oscar Wilde.

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