La política tiene una función simbólica. Culmina, a veces, de un modo ritualizado extensos relatos que recogen el pasado y lo proyectan, no tanto hacia el futuro real, como a una cierta catarsis en el presente. Así cabe entender la elección de Obama y, sobre todo, el discurso en el que el presidente electo de los Estados Unidos narra su propio éxito y se consagra a sí mismo frente a la multitud. Una ceremonia de unción real, de aceptación del poder, en la que todo transcurre en la esfera de las emociones, que transmite y configura una experiencia más allá de lo real y cotidiano, inserta claramente en el ámbito de lo sagrado.
La democracia estadounidense tiene sus propios mitos. La emancipación es uno de ellos. Cada hombre repite en su propia vida la experiencia de los primeros colonos, que fundan su existencia elegida en la esperanza, el trabajo y la libertad. Pero también cada ciudadano llena de contenido las ideas de los Padres Fundadores, capaces de desligar las colonias y convertir a los súbditos de Su Majestad en hombres libres. En este sentido, siempre es decisiva la cesura, la ruptura, el renacimiento: cada inmigrante que progresa reencarna a los pioneros y se beneficia de la nueva ciudadanía adquirida esencialmente en tanto que oportunidad, decisión personal y libre.
Obama ha aparecido ante su pueblo como un avatar más de esa historia colectiva. Hijo de inmigrante, su raza le ha permitido constituirse en símbolo de emancipación pendiente. Y no resulta extraño que se haya beneficiado de la mitificación de precursores mártires, desde el presidente Lincoln, hasta Martin Luther King. No es sorprendente, pues, que el ascenso de Obama quede revestido de un mesianismo evidente.
Una vez culminado el complejo ceremonial de la elección, sin embargo, empieza el desafío de la realidad. Porque el reino del presidente de los Estados Unidos es de este mundo. No vivirá en el interior de las parábolas idealistas que prescriben, aún fervorosos, tantos aduladores, siempre dispuestos a cargar sobre los hombros de América el peso de todas las responsabilidades en los fracasos y a no otorgar ni el más mínimo aprecio por sus aciertos y sacrificios. Se agotarán enseguida los réditos de decisiones impactantes, como el cierre de Guantánamo o incluso el anuncio de una retirada ordenada de Irak. Y persistirán los conflictos, las contradicciones, la inevitable obligación de preservar una posición de dominio militar que cada vez tendrá menor respaldo económico, si no se pone remedio.
Rápidamente emergen, además, actores en la escena internacional que procederán desacomplejadamente a asentar espacios de influencia y de poder. Una resurgida Rusia, sin el lastre del idealismo comunista, consciente del valor de sus recursos naturales y de la fuerza militar que conserva. Una crecida China, que necesitará asegurarse el dominio de recursos naturales y no vacilará en obtener progresivamente zonas de influencia estratégica. Nuevas potencias, como India o Brasil, capaces de compensar la miseria interna gracias a un veloz desarrollo basado en la explotación de inmensos recursos naturales y de una población joven y masiva.
En todo este contexto es casi pura contención, un juego de niños el combate con extremismos tan radicalizados como incapaces de asaltar estados y extenderse por los países islámicos. La guerra contra el terrorismo tiene más de espectáculo de distracción y de excusa para ocupar regiones decisivas de forma disuasoria, que no de guerra real contra una amenaza seria. Proporciona la tensión necesaria para impedir una evolución abierta e impredecible y también para evitar una extensión de la influencia de antiguas y nuevas potencias.
Y la crisis económica es previsible que acabe de desmantelar la industria europea, pues cuando resurja el mercado se abastecerá cada vez más de fábricas deslocalizadas. Con ello también se desplazará el poder hacia los países que van asumiendo el peso de la producción. De hecho, el sistema de estado del bienestar atrae inmigración, pero expulsa tejido productivo, con lo que diluye su nervio político y empobrece su realidad económica y su capacidad estratégica. Y más que probablemente a la larga será inviable, al menos en sus dimensiones actuales, a pesar de las autosatisfechas prédicas de los que afirman su triunfo frente al mercado y el capitalismo.
De todo ello es perfectamente consciente América. Su política habrá de orientarse a absorber el máximo de capacidad productiva que ceda Europa, a abaratar los costes de una presencia militar beligerante, ya agotada en su impulso propagandístico y convertida en un búmerang de difícil mantenimiento, y a presentar toda su actuación dentro del relato de emancipación, ya no exportando espejismos de democracia tras invasiones imprudentes, sino ejerciendo influencias distantes pero efectivas. Un renovado no intervencionismo que permitirá relegitimar su propio discurso en un moralismo cómodo.
Así, Obama no actuará movido por promesas mesiánicas, que reservará para el consumo interno, sino urgido por un replanteamiento necesario de la estrategia en el tablero internacional. El repliegue táctico no supone en ningún caso que abandone la partida. De hecho, es el éxito internacional el alimento de la economía que le permitirá financiar sus reformas internas. Y tratará, asimismo, de favorecer las tensiones entre los nuevos actores. De este modo podrá neutralizar a medio plazo el desafío del surgimiento de una nueva gran potencia.
Todo el mundo vive la designación presidencial como antaño era observado el ascenso de cada nuevo emperador de Roma. Mantener ese simbolismo universal forma parte de la tarea de cada presidente. La política realista, como la que sin duda practicará Obama, tiene el objetivo de preservar esa función idealista, simbólica y universal de cada elección. Precisamente en la medida en que la actuación sea auténtica, inserta en el presente, podrá aparecer en la liturgia como un ideal, como la culminación del ansia de emancipación humana.
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