sábado, 1 de noviembre de 2008

El valor de la palabra. El lenguaje políticamente correcto

Un interesante artículo de El País sobre el lenguaje políticamente correcto nos devuelve al terreno de la política, no en su clave de urgencia diaria, sino en las líneas de largo recorrido, como son las de la creación de una retórica, de un lenguaje invasivo como manera, al comienzo, de ocupar y patrimonializar todo el espacio del debate, para, más tarde, obtener la preeminencia a la hora de ser llamado a administrar las respuestas a los conflictos previamente delimitados en su conceptualización y enfoque.

El constante esmero en producir un lenguaje aparentemente neutro, sin aristas, incapaz de herir la sensibilidad de ningún grupo es preocupación predilecta de la izquierda, una coartada que disimula y sirve a su proyecto de subsumir al individuo en el interior de colectivos cuya expresión posible se nivela en la asepsia de una vacuidad retórica, al tiempo que se torna indudable la misma existencia del colectivo que se pretende defender como elemento de primer nivel en la sociedad democrática. Y ya quien opine no lo hará tanto en razón de su condición de miembro igual en derechos de la comunidad política, sino como elemento brumosamente adscrito a diversos colectivos, cuyos haces identitarios y derechos pretendidamente privativos (privilegios, pues) se cruzan en cualquiera de nosotros. Se bloquea la posibilidad de una respuesta ante lo común, ante la política, desde el grado cero de la pertenencia de ciudadano a la comunidad, sino que toda valoración se hará imperceptiblemente condicionada por una forma de lealtad prediseñada al colectivo o colectivos a los que el lenguaje, instrumentado y pulido, recuerda constantemente la pertenencia y el compromiso.

Con el dominio del aparato burocrático del estado, pueden crearse además gremios clientelares que ocupan las zonas de esa nueva representatividad opaca y antidemocrática. Pequeñas asociaciones, en todo dependientes de subvenciones públicas, se rotulan con la etiqueta de oenegés --en abierta contradicción con su financiación gubernamental-- y se aprestan a la farsa de alzar una supuesta voz reivindicativa, que en realidad es parte prevista de la liturgia con que la administración presenta sus paternales dádivas a los ciudadanos en tanto que minorizados en sus sectores. Tales grupos son, además, núcleos de resistencia, organización y dinamización social enormemente poderosos y eficaces cuando la alternancia en el gobierno desaloja temporalmente a la izquierda de los despachos oficiales.

De este modo la democracia no solo se aleja incluso de su carácter indirecto, representativo y no asambleario, pero que apela directamente al individuo para legitimarse en el voto, sino que se va mutando progresivamente en formas de administrar la cosa pública de una indudable catadura medievalizante, en las que cada cual no vive su pertenencia como átomo indivisible y básico de la comunidad política, sino como pequeña mónada inserta en sistemas escalonados --joven, mujer, estudiante serán, por ejemplo, roles perfectamente administrados por las organizaciones que con tales títulos absorban financiación pública y codifiquen la identidad y los intereses de aquellos a quienes representan ante las autoridades-- que ya conforman un espacio posible de opinión, de representación --en el sentido de conceptualizazión-- de lo real.

Por eso la lucha por el lenguaje, por el dominio del lenguaje es siempre una lucha de enorme calado. Y el uso políticamente correcto no obedece tanto a la protección de los supuestos colectivos, como a la creación y mantenimiento en el imaginario público de la existencia y pertinencia política de esas arbitrarias agrupaciones. A las cuales se les dota de existencia y visibilidad --usemos ahora uno de sus palabros favoritos--, para poder disfrutar continuadamente del adánico privilegio de haberles puesto nombre y seguir dominando todo el relato de su devenir en el seno de la sociedad como entidades operativas y actuantes.

Naturalmente, la derecha llega siempre tarde a esta disciplina, de creación de conceptos grupales, pues su fe nuclear en el individualismo le priva de esa capacidad de visión. Y además, finalmente imbuida de la doctrina izquierdista, somatiza el miedo a ofender a los colectivos y entra en esa carrera por el lenguaje aséptico, en lo que siempre parece más un remedo à la mode, que una sincera conversión al gremialismo deshumanizador de la izquierda.

El eufemismo es en definitiva, un anestésico paralizante para el individuo, que aspira a ser uno más y se convierte, involuntariamente, en el portaestandarte visibilizado de esa nueva e hipócrita forma de conmiseración colectiva que es la dignificación retórica de su condición de cojo, ciego, viejo, mujer, o cualquier otra determinación absorbida por el estúpido y cosificante lenguaje de las minorías. Todos al verlo recuerdan que es una persona de movilidad reducida o alternativa --el colmo del eufemismo es acabar convirtiéndose en un involuntario sarcasmo--, mujer no igualizada..., todo, cualquier cosa, menos ciudadano. Y que a buen seguro su asociación no gubernamental --tan altruistamente integrada por santurrones profesionales a sueldo del gobierno--, se rasga convenientemente las vestiduras y clama anatema, tan pronto alguien pronuncia la malsonante voz cojo.

En definitiva, la guarda y custodia del eufemismo es todo un negocio, no solo para correctores de discursos, decretos y leyes, esos concienzudos asesinos confesos y en serie de la gramática, sino para los nuevos mandarines, que viven y administran su política auxiliados por tal casta laboriosa de escribas respetuosos con todos los colectivos.

Como los reyes de la antigua Babilonia se reservaban el papel de Aura Mazda en el combate contra el Maligno ritualizado en la fiesta de Año Nuevo, nuestro presidente quiso hacer de la Feminidad, la Juventud y la Pureza Iletrada las virtudes cardinales que adornaban a su flamante Ministra de Igualdad, paladina en la lucha sin cuartel contra toda clase de discriminación y desigualdad que pudiera detectarse. Y en esa creatividad de nuevos espacios y retóricas políticas es donde Zapatero es un maestro para desplazar los centros tradicionales del debate democrático y político.

No es extraño que la derecha pierda toda orientación, obligada a jugar en un tablero que cambia constantemente la disposición, el color y la importancia de sus casillas. No vale con dominar los hechos y menospreciar la propaganda vacía del contrario. Las palabras son también hechos, y hechos, creemos haberlo demostrado, políticamente de primera magnitud.

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