miércoles, 22 de octubre de 2008

¿Y después de Franco, qué?

Hay en la historia de España demasiados referentes equivocadamente establecidos, demasiada incapacidad de asumir los errores y corregirlos. La guerra civil y el franquismo no son en este sentido una rareza, sino una regla desgraciada: pocos son los que miran a esa zona de nuestro pasado reciente con vergüenza y auténtico patriotismo de enmienda, demasiados los que aún buscan incomprensiblemente munición contra el adversario y una manipulada legitimación propia.

El Partido Popular pudo creer que ocho años de gestión en democracia acabarían para siempre con el fantasma del franquismo. Que asentarían la ansiada imagen de modernidad y eficacia desligada de los espectros de la dictadura. Pero si bien enderezó la situación económica, aun sobre bases de solidez dudosa, su inmovilismo político no le permitió romper simbólicamente con el pasado, ligado personal y sociológicamente con el régimen. Una necesaria, aunque tímida, reforma educativa quedó lastrada y finalmente desactivada, en gran medida por la inhábil vinculación con la cuestión religiosa. El reconocimiento legal de las parejas de hecho chocó también una y otra vez contra el muro de una intolerancia de matriz eclesiástica en el seno de la derecha. Y la desdichada decisión personal de Aznar para embarcarse en el apoyo a Estados Unidos en la aventura de Irak puso a disposición de la izquierda toda una batería de símbolos que señalarían el cambio y permitirían una rápida capitalización de los votos prestados en la urgencia del 12 de marzo de 2004.

El atentado de Atocha fue solo un catalizador evidente, pero la fragilidad del apoyo del electorado a un líder arbitrariamente designado y sin perfil de ganador era un secreto a voces que los terroristas islámicos acabaron por poner en evidencia de manera sangrienta. Y la reacción de la izquierda, sorpresivamente aupada al poder en un clima de rebelión en las urnas, fue instrumentando una por una todas las bazas que el aznarismo infartado le ofrecía. En una especie de revancha por la permanencia en la OTAN, el abandono de Irak y el desplante a la bandera americana consagraron a Zapatero como heredero de un antiguo antiamericanismo, primario y transversal, consecuencia en buena medida del aislamiento secular de España. La derogación de a Ley de Calidad de la Enseñanza y la legalización del matrimonio homosexual enseñaron al nuevo presidente un camino que ya no abandonaría, dosificando en la segunda legislatura eutanasia y aborto como formas de implicar a la derecha en su inmadurez tutelada por la Iglesia.

Y desde el comienzo se vio que la utilización de la guerra civil y el franquismo mantendría la tensión y la desorientación en el PP, obligado a luchar con los escurridizos fantasmas de la historia. Una mitificada memoria personal familiar sirvió para que Zapatero lanzara la estrategia. No podía sino contar con el apoyo de Esquerra Republicana, partido interesado en identificar a España permanentemente con el totalitarismo y la cerrazón y que podía jugar a fondo la carta de Companys, su presidente mártir. Al mismo tiempo. Izquierda Unida quedaba laminada en su radicalismo innecesario.

Pero los estrategas del Partido Popular se equivocan si piensan que Zapatero se empantanará en el lodazal de la economía. Si son incapaces de aceptar el desafío, de enfrentarse públicamente a una clarificación que debe comenzar por la superación del sectarismo ideológico y de sacristía. Por una mirada auténticamente patriota a la historia. Los cadáveres que ahora exhumará Garzón son indudablemente una respuesta corregida y aumentada al uso de los de Lasa y Zabala en la expulsión de González del poder. Pero, como aquellos, son, sobre todo, reales. Y no pertenecen solo a sus familiares, ni tampoco en exclusiva a la hoja de servicios de magistrados paladines de una justicia sin fronteras ni límites en el tiempo. Son patrimonio de toda la nación, como lo son las víctimas de ETA. Quizá Rajoy, o quien ocupe su puesto, debería subir un día a la tribuna del Congreso y proclamar solemnemente que toda la nobleza y heroísmo de los que valientemente defendieron la causa republicana y fueron injustamente perseguidos y represaliados son merecedores del recuerdo y el respeto para todos los españoles de bien. Y quizá un líder de la izquierda con auténtico sentido de estado debería también dejar claro que el general Franco, su victoria y su dictadura no convierten en criminales a todos los que lucharon en el bando llamado nacional, ni en delincuentes a las víctimas de la persecución política y religiosa que hubo en el lado republicano durante la guerra. Todas las muertes injustas deben avergonzarnos a todos. Y todos los hechos nobles, inspirarnos a todos, por más que acontecieran en tan desgraciadas y fratricidas circunstancias.

Y es aquí donde tendremos que esperar a que acabe el ciclo de Zapatero, lamentablemente, para poder refundar un espacio sin sectarismos ni manipulaciones groseras. Un Estado que no debe olvidar la historia, pero tampoco manejarla como arma arrojadiza erosionando al mismo tiempo las propias bases del sistema actual de manera irresponsable. No olvidemos que los nacionalismos no están integrados, ni mucho menos, en la monarquía parlamentaria que hoy representa la continuidad histórica de España. Ni tampoco amplios sectores de la izquierda, que se deslizan preocupantemente a la reivindicación de la Segunda República como un paraíso perdido de impoluta democracia.

¿Por qué la izquierda no asume, por ejemplo, su responsabilidad en la destrucción de la enseñanza a través de leyes erróneas y absurdas? ¿Por qué la derecha no reconoce que el catolicismo debe ocupar su espacio fuera del Estado, como única manera de legitimarse la Iglesia hacia el futuro? ¿Por qué es imposible acometer debates como el de la eutanasia sin recibir descalificaciones gruesas y demagógicas, como las de filonazi o meapilas? ¿Por qué es tan difícil en España encarar la realidad, del pasado y del presente, y articular propuestas políticas maduras, constructivas, con el predominio de la mayoría vigente, pero sin el sectarismo de la destrucción del contrario?

¿No es todo ello una desgraciada herencia de Franco? ¿Una incapacidad de reconocer en el otro el derecho de opinar, de elaborar diagnósticos y propuestas? ¿Hasta cuándo la obediencia a dirigentes mediocres y cortoplacistas frustrará en España el fortalecimiento de una auténtica democracia? Quizá el de Zapatero sea el último liderazgo que arrastre esta herencia maldita. Y otras generaciones de españoles sean capaces de construir una convivencia integradora, inteligente y de respeto. Es necesario que de una vez el franquismo pase a la historia. Y que el presente lo ocupe la política.

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