No es sorprendente que la calumnia forme parte del utillaje intelectual del nacionalista extremo. Tampoco es un secreto que décadas de pujolismo han sedimentado capas de población que incuban fases juveniles alucinatorias hasta desembocar en la corbata y el abono del Camp Nou.
Miquel Sellarés se sienta en el diván del rencor y nos narra sus pesadillas, que él cree memoria precisa de vigilias heroicas. Ambiciona convertirse en santón de los radicales y exhibe sus credenciales: un martirologio de incomprendido, tal vez para llenar el hueco que Carod ha dejado en el imaginario victimista de los pirómanos de banderas y retratos. Esos domingueros iconoclastas de mechero precisan con urgencia imágenes que reemplacen las cenizas borbónicas, ahora que en las comisarías de los mozos de escuadra la alternativa laica al monarca es la foto de un triste portero de finca, que destroza la lengua milenaria. Y Miquel ambiciona su hornacina, creador que fue de las galerías subterráneas del poder pujoliano y reclutador de las mesnadas que esperan al libertador en la batalla final.
Pero para conseguir notoriedad y ventas, Sellarés, frustrado periodista y literato, que ha sacrificado en bien del país sus mejores años de prosista y politólogo pocero, necesita encontrar una imagen de lo que hubiera querido ser, de lo que cree que recupera ahora, al saltar a la arena literaria del memorialismo agraviado. Y la encuentra en Arcadi Espada. En la satanización calumniosa de quien personifica su alias invertido, su doctor Jeckyll secretamente envidiado. Como bloguero ávido de visitas, de esos que escupen comentarios en la bitácora que admiran inconfesablemente, lanza sus exabruptos y anatemas, sus fetuas y lagartos para llamar la atención lo suficiente. Y observemos el denuesto: Arcadi siempre ha estado en las alcantarillas del estado, alimentándose del fondo de reptiles. Sus discursos españolistas le delatan.
Pero reconstruyamos el negativo: Arcadi Espada tiene una carrera en la prensa libre, una trayectoria independiente y nunca sometida a los discursos dominantes, a la fabricación de la verdad periodística o política a partir del prejuicio y la propaganda amplificada desde el poder. Es alguien que siempre se ha situado en las suturas de la verdad convencional, para denunciar el remedo, la apariencia, el zurcido apresurado. Y es un debelador incansable de los mitos y la ortodoxia que impregnan el ambiente en Cataluña.
Sellarés, en cambio, no ha dispuesto de voz propia, de focos, siempre incómodo a la sombra del poder, a las órdenes, sin testosterona militar, de un Tarradellas, un Pujol o un Maragall, que se aprovecharon de su talento y lo dejaron caer cuando se revelaron sus prácticas de espionaje o de manipulación de la prensa. Y ahora puede contar la Verdad, el previsible evangelio radical. Y ya que no tiene adversarios para mostrar sus cualidades boxísticas, trata de llamar al cuadrilátero a Arcadi, busca el pugilato judicial que lo enaltezca a los ojos de los perpetuos adolescentes subvencionados del independentismo catalán.
Pero son puñetazos lanzados a las sombras, delirios de sonado que aspira a las listas de la no ficción en catalán. Para las ranas que piden rey en autos de fe y folclore, Zeus lanza al estanque del oasis este otro tronco, no reverdecido hacia la luz, sino amarillento de envidia. De autoodio, como él dice.
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