lunes, 6 de octubre de 2008

Nacionalismo extremo: para ir concluyendo

De nuevo escribir sobre la estructura de pensamiento circular y redundante propio del nacionalismo extremo nos devuelve a la más amarga de las conclusiones: el espacio público en Cataluña pertenece a una doctrina que ha sabido impregnar, laminar, estigmatizar, crear todo un entramado de exclusiones que ya ni siquiera es necesario esforzarse en relegitimar, que funcionan por pura inercia.

No es significativo que un nacionalista extremo mienta. Lo realmente inquietante es que la calumnia se produzca con la mayor de las naturalidades: incluso es perfectamente imaginable que alguno de los informes secretos sobre los que estrechaba Sellarés sus ávidos párpados contuvieran falsedades como las que propala. Con esa suficiencia de enterado, de quien presume de manejar información privilegiada, fabricada en la oscuridad de los despachos que todos pagamos, dosifica necedades paranoicas, seguramente fruto de su imaginación o quién sabe, quizá de la inventiva de sus espías gandules, que alguna carnaza tenían que suministrar a la glotonería de su jefe, nutriéndola de chismes, bulos, sucedáneos grasientos y gruesos, revelaciones de mucho colesterol.

Todo eso forma parte de la historia menuda de la infamia, algo en nada merecedor de nuestra curiosidad o atención. No es interesante conocer el nombre del que atribuyó la destrucción del Reichstag a los comunistas alemanes. Lo verdaderamente significativo es la escalada de prohibiciones políticas, de exclusiones que siguieron. Y en esas estamos. Independientemente de su origen, la conviviencia democrática de las opciones legítimas ve estrechado su espacio, una y otra vez. Actos violentos, infundios, todo obedece a una estrategia perfectamente estudiada y conocida a lo largo de la historia. Acallar a quien niega la mayor, que Cataluña es una nación, para que después todos hallen acomodo en el matiz o la pequeña minucia, pero dentro de la casa común y única del nacionalismo realmente existente o en la renuncia a la expresión y la defensa de las propias ideas.

Y naturalmente, desgraciadamente, la sociedad convive en otro plano. Abandona la política en manos de mediocres, profesionales de la cháchara repetitiva y adormeciente. Incapaces, figurantes, extras. Charlatanes, adolescentes, paranoicos de grueso calibre. Toda una diversidad biológica de remedos, mutantes, segundones. Sin una mirada alta, sin una idea, sin la capacidad para remover ya antiguos despropósitos gangrenados, como la educación pública, ese zombie gobernado por los hechizos de pedagogos y papanatas, brujos de herbolario y receta que han propiciado el suicidio intelectual de toda España. Una tragedia que de momento nutre caladeros electorales triunfantes, pero que sobre todo ha metido a la sociedad en la vía muerta, en la incapacidad de proyectar sus jóvenes por la superación y el conocimiento, por las únicas sendas que conducen a una sociedad más libre, más exigente, más política, en el noble sentido de la palabra.

Así que seguimos manejados por doctrinarios, supervivientes de la moqueta, drogadictos de la subvención y el enchufe, la sinecura y el nepotismo. Y en esta crisis de ahora puede sellarse el destino de España, su definitiva postración como una realidad dividida, tensa, prescindible. Un paisito hecho pedazos, devorados por carroñeros sin pensamiento, calumniadores abanderados. Y encima, pelmazos absolutos.

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