Largo tiempo sin escribir. Y estos versos de aquí abajo, que vete a saber de dónde salieron, llevan ya demasiado tiempo de escaparate involuntario. Como el verano es largo, puede que vayan emergiendo ahora reflexiones variadas y mira por dónde hoy parece que voy a hablar de política, de imperios, naciones e identidades. Casi nada.
Tengo la intuición de que vivimos dentro de relatos nacionales, de constructos narrativos identitarios. Los seres humanos tamizan, al menos desde Roma, la realidad para situarla dentro de un referente de realidad política que no dominan, sino que les sobrevuela y supera abrazando a veces centurias, incluso milenios.
Egipto, por ejemplo, debió de ser un gran relato, dilatadísimo, que colapsó definitivamente con el cristianismo, tras la agonía prolongada del Helenismo y la pertenencia a Roma. De hecho, sigue configurando un humus en el que se enraíza un islam no absolutamente homólogo al de países cercanos.
Roma es el ejemplo más evidente para nosotros. No solo de la larga duración de algo que sentimos aún relevante --quizá por pura convención, más que por realismo-- en nuestro modo de proyectarnos sobre el pasado, sino incluso por la forma como su vacío crea una nostalgia operativa, un espacio de reconfiguración histórica en toda Europa que va cuajando en espacios sucesivos de diferente alcance territorial y espiritual, por así decir --Papado, Carlomagno, Sacro Imperio, Napoleón, Unión Europea--.
O los imperios de España y Gran Bretaña, relatos de impresionante expansión territorial y cuyo desmembramiento no solo desata las colonias de sus metrópolis, luego obligadas a resemantizarse en indigenismos o geografismos naturalistas. Es que además produce una implosión de los estados modernos originales, fraguados en el Renacimiento y ahora enfrentados a micronacionalismos interiores que tienden a extender el modelo europeo de mapa en mosaico, que no rentabiliza los continuos geográficos (islas británicas, península ibérica) sino que se organiza en torno a ejes de origen medieval y que ya no pueden proyectarse en la común empresa de la conquista, colonización y explotación.
Y China. ¿Es un relato ascendente o descendente? O la misma Rusia, y sus intentos de recobrar influencia beneficiándose de las minorías rusohablantes de las repúblicas emergentes. Oriente enfrenta una explosión que resultará en espacios políticos de escala media o mantendrá los macroestados, que aunque no se mantengan bajo el símbolo arcaico e icónico de un emperador, no dejan de ser estructuras simbolizadas en un Partido ya ideológicamente inoperante, salvo en su patética teología y su férrea estructura de poder jerarquizado (China), o en un ejército capaz de lanzar la herencia de los zares blancos y rojos para recobrar fronteras (Rusia) o en el mito de la democracia más poblada de la tierra, que basa su unidad en un gigantismo heredado de los británicos (India). Todas ellas economías en expansión pero de baja calidad productiva (Rusia) o de condiciones de vida general (China e India).
Vivimos, pues, dentro de relatos de naturaleza política. El Nido de Pequín no es tan diferente, en su función icónica de sublimación estética del poder, de la vieja Acrópolis de Atenas. No tan diferente. Quizá es que lo humano se encarna siempre en formas y procedimientos semejantes.
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