viernes, 4 de julio de 2008

Muerte digna. De nuevo

El Congreso del PSOE es el contexto en el que se diseña el espacio legislativo español para la muerte. La muerte, ya nadie se atreve a cuestionarlo, ha de ser digna. La dignidad es un substitutivo agnóstico de la eternidad cristiana. Y se identifica, en consonancia, no con la actitud templada del moribundo, su fortaleza anímica y su serenidad, sino con la ausencia de dolor y sufrimiento. Así, frente a la gloria y el gozo infinito de la presencia de Dios, se nos promete simplemente insensibilidad, que la muerte sea imperceptible, un proceso sobre el que volcamos todos los progresos médicos para convertirla en un producto de alta calidad, un objetivo más del Estado Providente que desplaza a la divinidad en todo y por todo. Cito la crónica de El País:

"El Gobierno quiere garantizar el derecho a cuidados paliativos de alta calidad", ha afirmado Blanco en una entrevista en la Cadena Ser.


Tal es el concepto de la dignidad prometida: no sentir, no saber, morir sin ser consciente del dolor, de la lucha y la derrota. Evitar la compasión por el sufrimiento ajeno en los familiares. Las personas de la Europa postcristiana quieren morir sin sentir ni producir incomodidad. Una sociedad insensibilizada, anestesiada. Cuando una cultura aprende a manejar los límites de la existencia, a proyectar sobre ellos toda la capacidad manipulativa de la medicina, está creando inevitablemente una antropología diferente, un individuo nuevo, como ya hemos hecho ver en anteriores apuntes. Una cultura que atenúa y difumina la muerte quizá no pueda enviar una señal más clara de la soberbia humana, su afán de inmortalidad inconfeso que la muerte derrota siempre, pero ahora ya sin imagen ni sonido, sin estridencias. Como suprimimos el dolor del parto, esa otra maldición divina. Hemos de morir sin molestar demasiado y sin sentirlo. Discretamente. En cuidadosa sedación paliativa. Tenemos derecho. Si no, no seríamos dignos.

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