Una brutalidad absoluta. En África siguen aflorando, a pesar de los trajes occidentales y los remedos democráticos, verdaderos crímenes masivos de aniquilación del adversario mediante el ejercicio impune, brutal y diseñado del terror. Muchos países no contienen solo poblaciones de ciudadanos que se respeten mutuamente como integrantes de un espacio común y sujetos de derechos inalienables, sino que sufren el imperio sangriento de bandas rivales que se disputan el poder, dispuestas a exterminarse unas a otras, con tal de administrar la riqueza nacional en beneficio propio y amparadas en farsas democráticas y déspotas que vampirizan a sus gentes.
Pero lo que resulta realmente cómodo y estéril es hablar de tribalismo. Es una manera de excluirnos de cualquier responsabilidad. De contemplar los cadáveres flotando sobre los ríos como si se tratara del resultado inevitable de fuerzas irracionales e incontenibles, de catástrofes casi naturales. Una bonita excusa para mantenernos expectantes e indignados, concienzudamente indignados, mientras sigue desatada la lógica rápida de cuantiosos homicidios políticos contra reloj.
Si Mugabe ha calculado bien los tiempos, entre el gaseo de conciudadanos kurdos y la horca, Sadam pudo disfrutar de un poder cruel y tiránico durante varios lustros. No parece probable que Estados Unidos se atreva a ejercer de gendarme en África. Ni que Europa se vea capaz de hacer otra cosa que señalar con el dedo la sangre, pero mirando siempre para otro lado, temerosa de salpicarse el traje.
No es fácil nacer en África. La miseria, la tiranía, el subdesarrollo político, las bandas que perpetúan lo peor de los etnicismos premodernos, la irrelevancia internacional, son factores que, diversa pero demoníacamente combinados, conspiran para que los individuos apenas puedan emerger como seres humanos dignos si no es a través de la ruleta rusa de la emigración.
Es inútil lamentar el colonialismo. Rasgarse las vestiduras ante los errores de Occidente en otras épocas. Fiar en el incierto horizonte de un pacifismo universal que ha de venir como un maná en el desierto doctrinal de la no injerencia. O suspirar por tribunales internacionales que distribuyan la justicia de la memoria y de los epitafios.
Ya lo decíamos en anteriores apuntes. La política no es ya local y no puede detenerse en el artificio de las fronteras y la diplomacia estéril. Los izquierdistas que claman por una emigración libre de trabas deberían en justicia exigir una intervención militar, rápida y eficiente, para detener matanzas obscenas. Pero eso supondría revisar la carga del pacifismo occidental, esa forma de racismo inconsciente que valora mucho más la vida de los soldados occidentales profesionales por sacrificar que la de los civiles africanos ya aniquilados.
Porque es un hecho que cuando un tirano instrumenta la violencia carece por completo de escrúpulos. Sabe lo que le espera si fracasa. Ha de ser rápido, directo y eficaz. No parece que el panorama internacional haya estabilizado mecanismos disuasorios ágiles y realistas. Irak es ahora, paradójicamente, un estímulo para los enemigos de la libertad y de sus propios pueblos.
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