lunes, 23 de junio de 2008

Legitimidad y Constitución (II)

Junto a los hechos, y muchas veces con mayor eficacia, lo que podríamos llamar mitos políticos desempeñan un papel importante en el mantenimiento de las instituciones, en su necesario proceso de legitimación continua. Cuando se trata de asentar un determinado sistema político, los relatos fabuladores y acríticos que triunfan tienden a gozar de un consenso sorprendentemente obvio. Se vinculan frecuentemente al carácter providencial de un determinado personaje, que se convierte en totémico en el imaginario colectivo. En el contexto de una crisis profunda, sobre todo si amenaza un colapso absoluto, tanto la democracia como cualquier otro régimen necesita de una relegitimación rápida, sea a través de procesos constituyentes abiertos y públicos, sea por intervenciones autoritarias en el reequilibrio de los poderes del Estado, que suelen después respaldarse en procesos plebiscitarios. Si una solución semejante procede del interior estaremos ante lo que suele criticarse como "autogolpe", una expresión contundente, aunque inexacta y demasiadas veces aplicada solo con afán destructivo y no descriptivo. Porque no se reduce a construcciones dudosamente democráticas, como los actuales populismos caudillistas indigenistas de Hispanoamérica, o las repúblicas exyugoslavas, diseñadas sobre sucesivas guerras como acelerador histórico y río Jordán para dirigentes excomunistas, así purificados en sangre, sino que alcanza, por ejemplo, de lleno a la V República francesa, cortada por y a la medida de De Gaulle, en un proceso incruento pero generador de un sistema fuertemente personalista.

La Constitución española de 1978 partía de una situación anómala y difícil. Se daba una indudable orfandad de legitimidad, pues al surgir después de una larga dictadura era muy difícil restaurar, siquiera simbólicamente, una trama de cierta pureza institucional. En primer término, la jefatura del estado recaía de hecho en la persona designada por Franco y ello confería una carga muy pesada para los redactores, más allá de la técnica constitucionalista y la habilidad formal para imitar de otras países europeos el encaje de la monarquía en un sistema democrático. La derecha, con muy pocas excepciones, no podía eludir la sombra alargada de cuarenta años de colaboracionismo para presentar credenciales democráticas. Se apresuraba a refugiarse en el patronazgo de los más liberales de los exfranquistas (la Alianza Popular de Fraga) o bajo el cómodo paraguas del partido sintetizado en el laboratorio del poder (la Unión de Centro Democrático de Suárez), con una población aún desorientada en democracia y temerosa de cambios demasiado bruscos e impredecibles. Y la izquierda, que había exigido la ruptura formal, se disputaba los espacios de alquiler en que el sistema iba alojando las opciones con un ritmo calculadamente lento, en función de a qué partidos se les quisiera dar ventajas de tiempo en su reorganización y en la obtención de apoyos económicos y simbólicos internacionales. Los exiliados no eran ya representativos de la España real, tras tanto tiempo y sin apenas respaldo internacional, así que solo se exprimió de ellos el rédito ornamental que simbólicamente ofrecieron algunos dirigentes, especialmente del Partido Comunista, que habían formado parte de las cortes republicanas o, como ya aducíamos en el apunte anterior, se buscó complementar la imagen de tolerancia del Rey haciéndole garante de la restauración otorgada de los gobiernos autónomos catalán y vasco. El plus de legitimidad que las nacionalidades históricas obtenían de este modo pesará largamente en el desarrollo de la democracia naciente.

Pero ¿cómo surgieron los mitos que dificultan y enmascaran la comprensión ciudadana de los procesos y el marco político en el que todavía nos desenvolvemos? La clave, en la intentona golpista de 1981. El efecto del golpe, fallido en su programa máximo, se tradujo en una revitalización de la Corona, justo la institución de valor más dudoso por haber unido su posible asentamiento al de la legalidad franquista, aun reformada, que regía un estado fundado sobre una guerra civil resuelta mediante la derrota total, el exilio y la larga persecución de uno de los bandos enfrentados. Así, generaciones educadas en una dictadura militar y autoritaria se habían convertido en bisoños árbitros de la situación política, manifestando sucesivas aquiescencias, sin haberse articulado previamente una auténtica cultura democrática presidida por la imparcialidad del Estado y la maduración de los partidos políticos. Y cuando veían en crisis violenta el corazón del sistema, aparecía como un ángel salvador y providencial la figura de don Juan Carlos.

Como cobertura, se robustecen entonces interesadamente dos mitos que mutuamente se otorgan verosimilitud y fiabilidad: el Rey salvador de la democracia y la transición modélica, protagonizada por una clase política a la altura de las circunstancias. Son inseparables uno de otro, pues acaban fundamentando el sistema por el que la partitocracia, coronada en el sucesor de Franco, secuestra los cauces de participación ciudadana camuflándose, bajo siglas históricas o improvisadamente democráticas, agrupaciones de intereses que se apresuran a legislar su financiación a través del presupuesto y a saltar sobre el botín de la corrupción tejida en ayuntamientos y autonomías. De hecho, solo los partidos que consigan tempranamente vincularse al ejercicio del poder municipal o autonómico acabarán siendo las estructuras que sobrevivan de la "sopa de siglas" original, cebándose en el presupuesto, que multiplica su éxito electoral y aniquila la competencia y el surgimiento de nuevos partidos, y en las corruptelas urbanísticas y de gestión general en los gobiernos autonómicos emergentes. Entiéndase bien: no es que todos los militantes sean cómplices, ni tampoco que los partidos no acaben canalizando y conformando corrientes ideológicas reales e intereses legítimos, sino que se forjan contaminando su expresión y desarrollo político en entramados financieros delicuenciales. Y los sucesivos escándalos acabarán reforzando una generalizada impunidad, solo esporádicamente salpicada de escasas condenas judiciales. De modo que un régimen que podía presentar una virginal o al menos renovada forma de instrumentar la participación ciudadana en la política, desde su mismo origen, entronca y expande, paradójicamente, los mecanismos corruptos tan característicos de las castas privilegiadas de las dictaduras. Y una de las claves para el mantenimiento en el tiempo de estas prácticas ya metabolizadas en España es precisamente la expansión continuada y celebratoria de que el régimen es el mejor de los mundos posibles, simbólicamente presidido por la figura inatacable y objeto de especial reverencia y protección legal del monarca. El mito sirve, pues, para invisibilizar lo más posible el funcionamiento secreto de la política real.

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