Acaso el rastro solo,
la carencia
que transmite el vacío de una huella,
la mitad siempre oculta de la vida,
era cuanto buscabas en el Hades.
Conquistar, no su cuerpo,
esclavo lacio del olvido,
sino los límites esquivos
que la ausencia,
borrada de recuerdos y de alma,
prometía a tus sedientos ojos
no de amor, ni de vida,
sino del rostro de la muerte.
Un temblor de pavor y de deseo
enredaba tus dedos en las cuerdas,
ahogaba tu voz
cuando miraste.
Y ese instante
te heló la garganta
y la memoria misma. Las palabras
que brotaron entonces te cegaron
con el don extenuante
de la agonía, versos turbios y densos
como un oscuro océano de sangre.
Sentías en los labios
la miel reseca de su boca,
embriagado de amor
y de la sombra,
ahora que ya no eras otra cosa
que la imagen lasciva de su huella.
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