viernes, 23 de mayo de 2008

Legitimidad y Constitución (I)

Nadie puede negar que la deriva de la Constitución de 1978 es un proceso progresivo de cesión de poder a las Comunidades Autónomas. Pero arranca de hechos políticos preconstitucionales. De hecho, la legitimación de la Monarquía, escorada fuertemente por el "espíritu del 18 de Julio", en palabras del entonces príncipe al aceptar ser sucesor de Franco, se contrapesó a partir de la reinstauración de los gobiernos autónomos catalán y vasco que volvieron del exilio. Con ello la monarquía abría el campo de juego no solo a la derecha, que trataba de zafarse del peso muerto del apoyo al franquismo, más o menos sincero o renuente, y resituarse torpemente, sino también a las ambiciones de construcción nacional periféricas, al tiempo que condenaba a las izquierdas de las regiones industriales a estructurar su discurso en torno a los jirones de legitimidad republicana que el naciente régimen permitía. De ese modo, la Reforma Política adquirió un cierto engarce con la legalidad republicana, pero nunca a través del Gobierno en el exilio de México ni de la izquierda, que habría exigido en buena lógica la puesta en cuarentena de la propia existencia política de don Juan Carlos.

Sobre esas bases, se fueron conquistando espacios, con la paradójica y suicida aprobación de las cortes franquistas, lo que creaba un vacío de continuidad, la otorgada, retardada y claudicante legalización del PCE, única oposición significativa durante cuarenta años, y la complicidad interesada de un PSOE, que había roto amarras en Suresnes con su pasado revolucionario y aspiraba a crecer en el espacio de indefinición de una población aturdida y víctima del analfabetismo político interesadamente creado por la dictadura.

El conflicto fue que la Constitución no resolvió el problema vasco ni catalán, sino que, a través de la puerta entornada del artículo 150.2, como es conocido, proyectó y condicionó la satisfacción de los planteamientos nacionalistas a la propia consolidación de la democracia. Y empezó una curiosa dinámica de pago a plazos junto con una descentralización administrativa que iba restando significación política a las constantes cesiones, de gobiernos de centro, izquierda o derecha. A medida que las comunidades emergentes, lenta, pero inexorablemente, desarrollaban sus estatutos en la estela de las competencias alcanzadas por las llamadas comunidades históricas, las elites dirigentes de éstas ambicionaban mantener la distancia tensando la cuerda del apoyo político a los gobiernos minoritarios por medio de sucesivas ampliaciones negociadas de su ámbito de poder.

De este modo, se produjo uno de los mayores equívocos y absurdos: la izquierda, incluso la derecha, que producía pequeñas metástasis para-nacionalistas en regiones como Galicia, Canarias, Aragón y otras, acabó interiorizando que el progreso autonómico era realmente una profundización y acercamiento de la democracia al pueblo, cuando en realidad suponía la parcelación constante del espacio de relación entre españoles. Pero es que, simultáneamente, el ocaso de las ideologías vaciaba de horizonte real a los partidos de izquierda, que fueron sustituyendo y encubriendo su carencia doctrinal por pequeños discursos sectoriales fragmentados, como el feminismo, el homosexualismo, el ecologismo y, cómo no, una versión edulcorada del localismo con perfiles, en determinadas regiones, de un pronunciado nacionalismo imitativo.

Por eso el estatuto reformado de Cataluña era tan importante como horizonte de desplazamiento de la legitimidad política, nunca establemente afianzada en una Constitución demasiado ambigua. En efecto, no solo sintetizaba las aspiraciones maximalistas de los partidos nacionalistas, sino que también permitía a la izquierda desatar sus frustraciones constitucionales produciendo un texto tal, que en lo que no era de un soberanismo desafiantemente inconstitucional, recogía toda la carga ideológica acumulada del agregado de minorías, la nueva clientela política de los progresistas, dispuestos a identificar todo cambio en las costumbres con un rasgo de modernidad y de avance. El pacto era el testimonio de que las derechas vasca y catalana estaban dispuestas a ceder el espacio de cierta política social, --como ya se había experimentado en los gobiernos vascos de coalición o en el pujolismo, ese constructo caudillista de corte peronista y totalizador-- a cambio de obtener la legitimación de las clases no étnicamente puras para su discurso de construcción nacional. Y el único jugador que quedaba fuera del nuevo tablero era precisamente la derecha de inspiración unitarista, ahora patéticamente abrazada al fantasma de una constitución en cuyo seno y por cuyas numerosas grietas se había ido desarrollando el pujante separatismo de creciente impulso.

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