jueves, 29 de mayo de 2008

La muerte de Dido


Se hundió estridente
la espada. 
Y el sol se puso
en sus ojos desnudos.
La sangre, negra y cálida,
rezumaba espesa,
buscando
el acre olor oscuro,
el umbrío regazo de Aqueronte.
Y los labios temblaban
de sed y de deseo.
Pero el alma
rasgó su vuelo prematuro. 
Grande iba
ya Elisa entre las sombras.

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