Hay una paradoja que me ha inquietado siempre: ¿es mayor o menor la libertad de aquellos que no pueden o no quieren esgrimir su rostro, su identidad en determinados momentos de la vida? El anonimato es a veces condición de espontaneidad, de privacidad. Sin embargo, no siempre es así. La cuestión me surge a raíz de la polémica sobre el uso del velo en las sociedades occidentales (pero también en la Turquía moderna, aunque se trate de una situación inversa).
Siempre he pensado que la obligación de difuminar la propia personalidad, mediante el atuendo, en el genérico de individuo femenino inconcreto, sume a la mujer en el paisaje, en una especie de segundo plano del ser humano, que solo emerge a la visibilidad en el ámbito familiar, entre aquellos que aún no son hombres plenos --los niños-- o ante otras mujeres. Es decir, que su personalidad solo le es devuelta en el momento de la relación con el único engarce que le da realidad social, su marido. Sin embargo, pensando más profundamente, podemos conjeturar que este rasgo funciona simplemente como una marca de la segregación de todo el núcleo familiar en una sociedad rural, en la que cada hogar representa un valor unitario y perfectamente conocido por el resto de los miembros de la comunidad, de tal modo que la mujer no queda completamente desprovista de identidad, pues todo el mundo sabe quién es, precisamente en función de que el rostro oculto de la casada remite inmediatamente al marido como elemento definidor del espacio familiar patriarcal de relación.
La transformación del valor del ocultamiento del rostro surge precisamente en la comunidad urbana, donde la calle ya no es el espacio donde convergen las casas familiares, perfectamente notorias, y a las que remiten las personas nada más ser vistas, sino el individuo anónimo, de procedencia ignorada y que presenta su rostro y su apariencia como una marca de individuación y de visibilidad dentro del espacio de relación de los desconocidos. En la ciudad los habitantes se otorgan mutuamente respetabilidad, en el hecho de no perturbar excesivamente el espacio visual del otro. El rostro marca el territorio precisamente con sus rasgos de individualidad virtualmente actualizable para ejercer derechos en caso de necesidad. En cambio, la mujer, sumida en un espacio en el que no remite al varón de referencia, queda completamente desprovista de cualquier tipo de respetabilidad inmediata. Ya no es, en las calles, "la mujer de", que es lo que asegura su identidad en una comunidad tradicional, sino solamente "una mujer", "otra mujer más", que no emerge por tanto como un elemento situado en el imaginario de relación, sino precisamente como un ser imposibilitado de ejercer su identidad al aire libre.
Significativamente, han surgido en Irán locales femeninos donde las mujeres pueden acceder a ese tipo de relación distante y a la vez próxima que se entabla entre desconocidos que se tratan en locales públicos de encuentro. Forjan, pues, espacios de micro-sociedades, segregados de los hombres, pero definidos precisamente por la ausencia de lo masculino, ámbito que emulan y remedan. Y ello no puede conducir a otra cosa, a la larga, que al desarrollo de la conciencia individual que supera los estrictos cauces de relación posible para las mujeres. Como en el caso de los estudios universitarios, sitúa a las féminas muy lejos de los ideales de supeditación individualizada a un patriarca dentro de estructuras familiares rígidas. Al alargarse la vida fuera del matrimonio, al relacionarse de manera libre con otras mujeres en ámbito urbano, la mujer accede a las claves fundamentales desde las que el individuo construye su propia identidad como elemento básico de la sociedad, más allá del hecho familiar.
No puede ser extraño que este proceso desemboque en cambios profundos, que quizá no coincidan en los tiempos y en las formas con la emancipación femenina de los países occidentales, pero que indudablemente trastocan y transforman cualitativamente la sociedad, por más que el rigorismo en la vestimenta lo encubra en apariencia y dificulte la natural expresión del individualismo de la mujer que la sociedad urbana inevitablemente tiende a producir.
Siempre he pensado que la obligación de difuminar la propia personalidad, mediante el atuendo, en el genérico de individuo femenino inconcreto, sume a la mujer en el paisaje, en una especie de segundo plano del ser humano, que solo emerge a la visibilidad en el ámbito familiar, entre aquellos que aún no son hombres plenos --los niños-- o ante otras mujeres. Es decir, que su personalidad solo le es devuelta en el momento de la relación con el único engarce que le da realidad social, su marido. Sin embargo, pensando más profundamente, podemos conjeturar que este rasgo funciona simplemente como una marca de la segregación de todo el núcleo familiar en una sociedad rural, en la que cada hogar representa un valor unitario y perfectamente conocido por el resto de los miembros de la comunidad, de tal modo que la mujer no queda completamente desprovista de identidad, pues todo el mundo sabe quién es, precisamente en función de que el rostro oculto de la casada remite inmediatamente al marido como elemento definidor del espacio familiar patriarcal de relación.
La transformación del valor del ocultamiento del rostro surge precisamente en la comunidad urbana, donde la calle ya no es el espacio donde convergen las casas familiares, perfectamente notorias, y a las que remiten las personas nada más ser vistas, sino el individuo anónimo, de procedencia ignorada y que presenta su rostro y su apariencia como una marca de individuación y de visibilidad dentro del espacio de relación de los desconocidos. En la ciudad los habitantes se otorgan mutuamente respetabilidad, en el hecho de no perturbar excesivamente el espacio visual del otro. El rostro marca el territorio precisamente con sus rasgos de individualidad virtualmente actualizable para ejercer derechos en caso de necesidad. En cambio, la mujer, sumida en un espacio en el que no remite al varón de referencia, queda completamente desprovista de cualquier tipo de respetabilidad inmediata. Ya no es, en las calles, "la mujer de", que es lo que asegura su identidad en una comunidad tradicional, sino solamente "una mujer", "otra mujer más", que no emerge por tanto como un elemento situado en el imaginario de relación, sino precisamente como un ser imposibilitado de ejercer su identidad al aire libre.
Significativamente, han surgido en Irán locales femeninos donde las mujeres pueden acceder a ese tipo de relación distante y a la vez próxima que se entabla entre desconocidos que se tratan en locales públicos de encuentro. Forjan, pues, espacios de micro-sociedades, segregados de los hombres, pero definidos precisamente por la ausencia de lo masculino, ámbito que emulan y remedan. Y ello no puede conducir a otra cosa, a la larga, que al desarrollo de la conciencia individual que supera los estrictos cauces de relación posible para las mujeres. Como en el caso de los estudios universitarios, sitúa a las féminas muy lejos de los ideales de supeditación individualizada a un patriarca dentro de estructuras familiares rígidas. Al alargarse la vida fuera del matrimonio, al relacionarse de manera libre con otras mujeres en ámbito urbano, la mujer accede a las claves fundamentales desde las que el individuo construye su propia identidad como elemento básico de la sociedad, más allá del hecho familiar.
No puede ser extraño que este proceso desemboque en cambios profundos, que quizá no coincidan en los tiempos y en las formas con la emancipación femenina de los países occidentales, pero que indudablemente trastocan y transforman cualitativamente la sociedad, por más que el rigorismo en la vestimenta lo encubra en apariencia y dificulte la natural expresión del individualismo de la mujer que la sociedad urbana inevitablemente tiende a producir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario