No es evidente que las religiones sean equivalentes entre sí, que ocupen todas ellas una misma zona del pensamiento, un mismo espacio normativo de individuación y socialización, unas mismas necesidades personales o colectivas. Y es el concepto religión el que muestra su insuficiencia excesivamente niveladora, su cómoda y equívoca manera de agrupar fenómenos heterogéneos, no solo por la etapa histórica evolutiva distinta, sino también, y quizá decisivamente, por las diferencias substanciales de raíz.
Cuando desde Occidente invocamos proyectos como el de Alianza de Civilizaciones, podemos estar alimentando un contraproducente objetivo: identificamos a los países de religión mayoritariamente islámica como piezas de un mismo motor histórico, cuando quizá sería más interesante estimular las realidades que los separan y permiten a cada estado, a cada ciudadano, sentir sus vínculos con la tradición y el presente, no solo a través de la matriz religiosa que comparten, sino sobre todo en función de una modernidad irrenunciable, que interrelaciona al individuo, hombre y mujer, con la sociedad, sin pasar necesariamente por lo sagrado. Son muy variadas las formas como la política moderna ha sintonizado con el pasado, entre otras cosas a través de fondos preislámicos diversos. O en relación a minorías religiosas significativas e incluso más antiguas. Y toda esta diversidad queda trágicamente difuminada bajo una supuesta e indemostrada civilización común con la que deberíamos aliarnos. Así la retórica de la violencia y la de la mano tendida acaban cooperando paradójicamente en favorecer la eliminación de la diversidad.
Y quizá no sea ajeno ese fenómeno a la resurrección pública y desafiante de nuestra propia tradición religiosa, especularmente necesitada de esta revivificación y de la ocupación del espacio civil. Puesto que identificamos la otra civilización por su religión, no podemos extrañarnos si entre nosotros se experimenta una simétrica necesidad de obtener nervio esencialista en la reivindicativa y masiva movilización de las bases de un cristianismo refundado en movimientos de carácter rigorista.
Así que si el siglo XXI va a ser un siglo religioso, como tantos indicios hacen pensar, bien que con las diferencias esenciales entre las confesiones a las que aludíamos al comienzo, no podemos por menos de comprender que la Ilustración, ciertamente, es un proyecto que ha cubierto un ciclo apreciable de modernidad. Pero sin olvidar que en absoluto ha propiciado la muerte definitiva de Dios, sino tan solo la apertura de un espacio civil que no será fácil preservar si no tenemos un exquisito cuidado en no otorgar, desde bienintencionados propósitos y estrategias simplistas, una relevancia excesiva a las dinámicas gobernadas por las creencias, que no se mueven exactamente en el mismo ámbito de la política, de las ideas, aunque pueden perfectamente asfixiarlas.
No es la primera vez que volvemos la mirada a la Ilustración en este diario. Ni probablemente será la última. Es la necesidad de un aire humanamente respirable lo que nos devuelve siempre el aliento para emular, en lo posible, el Siglo de las Luces.
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