Nunca he vivido una guerra. Nunca he sentido el vértigo constante, la urgencia vital continuamente amenazada. La sensación insistente de que cuantas personas o cosas te vinculan al mundo pueden desaparecer tragadas en el remolino insaciable de una febril y demoníaca danza de la muerte. Sin embargo, recuerdo, en la literatura, haberme asomado al precipicio de la angustia, sobre todo absorto en la lectura de La montaña mágica y Doctor Faustus, de Thomas Mann. Y ahora, Las Benévolas, arrancadas de los recuerdos del personaje ficticio de Max Aue, han removido los viejos rescoldos.
Hans Castorp acaba descendiendo de las mágicas cumbres, después de haber mojado los labios en la miel del amor y de haber empapado el alma en la apasionada persecución de la verdad. Una mujer, a la que todo el eros de Platón inviste de celestiales túnicas resplandecientes. Unos compañeros de sanatorio antituberculoso, que le presentan los grandes ideales enfrentados hasta la violencia irracional y destructiva de un duelo. Tal es el cortejo en el que vive su tranquilo retiro. Pero la Gran Guerra llega. Y ha de hundir sus botas de soldado, sus esperanzas y sus sueños en el fango de las trincheras. Pobre Hans Castorp. No podrá conocer ni siquiera su destino, que Thomas Mann nos hurta con maestría, deteniendo en esa escena el diestro manejo de los hilos.
Y Adrian Leverkuhn, el músico diabólicamente seducido por el arte, no es tampoco sino una marioneta trágica, un símbolo de la esencia atormentada de Alemania, que vende su alma al diablo. Que por la tortuosa y sangrienta senda del nazismo, quiere imponer su gloria y su destino sobre la tierra de la vieja Europa. Y acaba condenada a la terrible penitencia de los bombardeos inmisericordes, de día y de noche. A la infernal angustia de la destrucción bíblica de sus ciudades. Deshecha en ruinas la soberbia de un pueblo humillado, castigado, vencido.
En cambio Littell, si bien crea también un personaje en torno al cual dibujar las infernales estampas de la guerra, prefiere contaminarlo hasta la médula. Conducirlo de la complicidad administrativa a la efectiva y cruenta participación de los crímenes masivos y anónimos. Max Aue es la sombra cínica y diabólica de nuestra alma. Y nos provoca continuamente, con su humanidad aparente, con su rencor camuflado de realismo. Cualquiera habría hecho lo mismo, repite con insistencia. Y su carrera ascendente en la jerarquía nazi se va enredando en la capacidad cada vez más fría y decidida de matar, matar personalmente. A su propia madre, a su padrastro. Refugiándose en la impunidad de un alto funcionario nazi. A un amante. Y, finalmente, a su propio amigo que le ha salvado la vida por dos veces y lo ha protegido siempre. A su propio amigo, sí, para robarle la huida prevista del hundimiento final de Alemania. Lentamente, su humanidad se ha ido disolviendo, difuminando en terribles enfermedades, en caóticas alucinaciones, descritas hasta el delirio y la náusea. Quien sobrevive a la guerra no es ya ni siquiera un criminal. Es un ser vacío. Inclasificable. Una silueta, más allá de la piel, de la carne, de los huesos. Más allá del bien y del mal. Un infrahombre, la verdadera criatura del crimen elevado a la categoría de fuerza histórica.
Y agradezco que, de nuevo, con qué brutal convicción, con qué insaciable sed, haya vivido la guerra, de nuevo, solo a través de la ficción. Comprendo que no hay antídoto en el arte ni en el saber ni en la ciencia para el mal, que el pueblo alemán era dueño de una gran cultura y produjo la monstruosa máquina del nazismo. Comprendo tantas cosas... No con la claridad punzante de la experiencia viva, pero sí con la necesidad, cada vez más acuciante, de reconstruir un orden moral en mi interior. Un límite a las preguntas infinitas. Un imperativo que de manera no sé si categórica, pero al menos firme, me devuelva la dignidad posible, nada soberbia, la real impresión de que el ser humano es lo único merecedor de todo pensamiento y desvelo. Precisamente por su capacidad de hacer el mal. Porque siempre habremos de caminar perseguidos por la siniestra sombra de la maldad y la muerte. Y nunca debemos olvidarlo.
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