Recientemente, Francia y Gran Bretaña asisten con estupor, no exento de soberbia, al inaudito caso de que sus cooperantes altruistas y abnegados sean sometidos a las leyes y juzgados por los tribunales de sus antiguas colonias. Y es interesante subrayar que en ambos países se trataba de operar sobre niños: para rescatarlos heroicamente de sus familias subdesarrolladas o para introducirlos, aun sin pretenderlo, en cierta sensiblería animalesca, privada de sacralidad.
En la misión del Chad, tan abnegada operación fue obscenamente filmada por los propios secuestradores galos, que vendían infancia desposeída a tanto la pieza. Hay tantos occidentales adinerados hambrientos de caritativa paternidad... En Sudán, una maestra británica de preescolar, desde luego que inadvertidamente, convertía a un osito de peluche en una especie de zoolátrico icono que la inocencia infantil bautizaba con el nombre del profeta del Islam.
Son casos diferentes, sin duda alguna. No podemos equiparar el cinismo absoluto de los comerciantes de niños con la blasfemia inducida inconscientemente por la pazguata parvulista. Pero sí abstraer un factor común: occidentales que proyectan sobre niños de sus excolonias actuaciones o valores que los extrañan a sus medios o referentes. Ya sea mediante el desarraigo violento y la reinserción mercantil en familias de las metrópolis, o se trate de la edulcorada pedagogía bobalicona basada en animalitos totémicos.
Sin duda las leyes deben castigar con ejemplar dureza a los tratantes de niños. Y sin duda no deben imponer la histeria maximalista del latigazo o el linchamiento a un malentendido cultural, artificial e interesadamente magnificado por un gobierno islamista fanatizado. Pero si miramos con cierta profundidad veremos curiosos paralelos con hechos que se producen en Europa. Y entonces entenderemos mejor el fondo de las cosas, más allá de las manipulaciones de los dirigentes. Comprenderemos cierta dignidad herida, por nuestros misioneros laicos y por el trato que dispensamos a los inmigrantes.
Recibimos continuamente jóvenes que abandonan a su suerte el desarrollo de sus países. Educamos a sus hijos en nuestros sistemas carentes de referentes, de valores, más allá de un relativismo débil y hueco. Robamos sus niños para satisfacer frustradas paternidades mientras empleamos personas formadas, que arriesgan sus vidas en cayucos, para trabajos mal pagados y despreciados. Frente a los hechos, que recalcan, pues, nuestra hegemonía económica y nuestra superioridad, mantenemos hipócritamente en las estructuras educativas unos valores de igualdad y solidaridad, o de deificación de la naturaleza, tras haberla exprimido y esquilmado en nuestros territorios y a través del depredador y nunca enterrado colonialismo.
Son una patética muestra de impotencia, pues, tales juicios. Chivos expiatorios, los cooperantes o maestras. No pueden juzgar su diario e injusto sometimiento, no pueden contener la sangría demográfica que Occidente opera con sus promesas y oportunidades. Y quisieran imponer en el núcleo de nuestras sociedades el inviolable Islam y sus símbolos, para ocupar los altares vacíos de Europa.
¿Qué símbolos podemos ofrecer? ¿Cómo actuar en un mundo desigual y conflictivo? ¿Es posible construir una convivencia equilibrada sin un mínimo de valores compartidos y desacomplejadamente afirmados por la comunidad política, emergente del agregado de autóctonos e inmigrados? Claro que el proceso no se cerrará nunca. Pero intuyo que deberíamos ocupar el espacio común con algo más que gestualidad febril y teatralizada al estilo de Sarkozy. Debemos reconstruir el imaginario de la comunidad, sobre valores firmes. Y eso va más allá de las antiguas diferencias entre derechas o izquierdas. Más allá de los tratados de la Unión que se tejen y destejen sin fin. Va al corazón de la política, entendida como razón y como pensamiento de la libertad y la dignidad humana. Y aboga por una nueva Ilustración que responda a una política ya globalizada, inevitablemente. Porque en la época dorada de la información y de internet, todos los acontecimientos ocupan un escenario común. Vivimos, cada vez más claramente, en una cosmópolis. Y necesitamos una cosmopolítica, real y efectiva, que resitúe al ser humano en el centro de la historia y del mundo. De un mundo sin urgencias misioneras, siempre conflictivas, sino como hábitat de la justicia, posible y necesaria.
En la misión del Chad, tan abnegada operación fue obscenamente filmada por los propios secuestradores galos, que vendían infancia desposeída a tanto la pieza. Hay tantos occidentales adinerados hambrientos de caritativa paternidad... En Sudán, una maestra británica de preescolar, desde luego que inadvertidamente, convertía a un osito de peluche en una especie de zoolátrico icono que la inocencia infantil bautizaba con el nombre del profeta del Islam.
Son casos diferentes, sin duda alguna. No podemos equiparar el cinismo absoluto de los comerciantes de niños con la blasfemia inducida inconscientemente por la pazguata parvulista. Pero sí abstraer un factor común: occidentales que proyectan sobre niños de sus excolonias actuaciones o valores que los extrañan a sus medios o referentes. Ya sea mediante el desarraigo violento y la reinserción mercantil en familias de las metrópolis, o se trate de la edulcorada pedagogía bobalicona basada en animalitos totémicos.
Sin duda las leyes deben castigar con ejemplar dureza a los tratantes de niños. Y sin duda no deben imponer la histeria maximalista del latigazo o el linchamiento a un malentendido cultural, artificial e interesadamente magnificado por un gobierno islamista fanatizado. Pero si miramos con cierta profundidad veremos curiosos paralelos con hechos que se producen en Europa. Y entonces entenderemos mejor el fondo de las cosas, más allá de las manipulaciones de los dirigentes. Comprenderemos cierta dignidad herida, por nuestros misioneros laicos y por el trato que dispensamos a los inmigrantes.
Recibimos continuamente jóvenes que abandonan a su suerte el desarrollo de sus países. Educamos a sus hijos en nuestros sistemas carentes de referentes, de valores, más allá de un relativismo débil y hueco. Robamos sus niños para satisfacer frustradas paternidades mientras empleamos personas formadas, que arriesgan sus vidas en cayucos, para trabajos mal pagados y despreciados. Frente a los hechos, que recalcan, pues, nuestra hegemonía económica y nuestra superioridad, mantenemos hipócritamente en las estructuras educativas unos valores de igualdad y solidaridad, o de deificación de la naturaleza, tras haberla exprimido y esquilmado en nuestros territorios y a través del depredador y nunca enterrado colonialismo.
Son una patética muestra de impotencia, pues, tales juicios. Chivos expiatorios, los cooperantes o maestras. No pueden juzgar su diario e injusto sometimiento, no pueden contener la sangría demográfica que Occidente opera con sus promesas y oportunidades. Y quisieran imponer en el núcleo de nuestras sociedades el inviolable Islam y sus símbolos, para ocupar los altares vacíos de Europa.
¿Qué símbolos podemos ofrecer? ¿Cómo actuar en un mundo desigual y conflictivo? ¿Es posible construir una convivencia equilibrada sin un mínimo de valores compartidos y desacomplejadamente afirmados por la comunidad política, emergente del agregado de autóctonos e inmigrados? Claro que el proceso no se cerrará nunca. Pero intuyo que deberíamos ocupar el espacio común con algo más que gestualidad febril y teatralizada al estilo de Sarkozy. Debemos reconstruir el imaginario de la comunidad, sobre valores firmes. Y eso va más allá de las antiguas diferencias entre derechas o izquierdas. Más allá de los tratados de la Unión que se tejen y destejen sin fin. Va al corazón de la política, entendida como razón y como pensamiento de la libertad y la dignidad humana. Y aboga por una nueva Ilustración que responda a una política ya globalizada, inevitablemente. Porque en la época dorada de la información y de internet, todos los acontecimientos ocupan un escenario común. Vivimos, cada vez más claramente, en una cosmópolis. Y necesitamos una cosmopolítica, real y efectiva, que resitúe al ser humano en el centro de la historia y del mundo. De un mundo sin urgencias misioneras, siempre conflictivas, sino como hábitat de la justicia, posible y necesaria.
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