domingo, 18 de noviembre de 2007

Las benévolas (II)


Suponía, después del prólogo, que el libro no iba a dejar de conmoverme, que iba a ser toda una interpelación a la conciencia. No es solo el terrorífico y aséptico verismo con que se describe la sistemática eliminación de los judíos en la retaguardia del ejército alemán en Ucrania. Cualquier teatro elegido habría producido una consternación y una angustia semejante. Qué más da que los arrodillados al borde de la fosa sean hebreos, qué importa si se trata de republicanos españoles, que esperan en su nuca el silencio negro, sin llegar a oír la detonación de las pistolas falangistas. O monjes paseados por anarquistas borrachos, desde el retiro ignorante de su monasterio, para reunirse con los esqueletos profanados de las antiguas tumbas, pidiendo a su ausente Dios el perdón para sus matarifes.

Qué importa. Es la muerte, repartida con un ciego sistematismo, con una igualitaria concreción en el criterio que reúne a las víctimas fuera de su individualidad, en el anónimo siniestro de la fosa desposeída de nombre y de recuerdo. Izquierdistas, judíos, croatas no hace tanto, tutsis, armenios, todos podemos ser extraídos de nuestra condición personal y sometidos al exterminio de grupo. Cada vez que un ser humano es asesinado de este modo, es toda la humanidad la que se extingue, la que perece doblemente, en la víctima, sin duda; pero sobre todo en el verdugo, verdadera caricatura de lo humano cuando ha traspasado el umbral de la indignidad y el dolor absolutos. Cuando puede volver a encontrarse con la vida y seguir adelante.

Y es quizá el testimonio más cruel de los genocidios que enlodan el siglo XX (y otros, pero no nos tocan con parecida compasión y miedo): que puede sobrevivirse, después de haber tomado parte en la ejecución de inocentes, a sabiendas y con la aceptación de tales hechos como necesarios, inevitables.

Es difícil imaginar qué más puede añadirse a la escena en que el protagonista confía una niña de cuatro años, recién asesinada su madre, al soldado que ha de bajar a la zanja para dispararle, después, un tiro en la nuca que acabe con su miedo inconcreto y con su sorpresa por la manera como proceden los adultos. No se me ocurre qué hay más allá del insomnio o de las pesadillas de la noche siguiente. Qué pueden reservarme las cerca de ochocientas páginas que quedan.

Reconozco que mi curiosidad permanece, sin embargo. Como la del propio oficial de las SS, que quiere saber cómo afectará a su vida esa experiencia, esa participación en tantas muertes, el ser testigo de las diferentes actitudes que los ejecutores muestran tras sus crímenes impunes, día tras día. Cómo llegar a contar algo, después de haber contado eso. Confío que pueda averiguarlo yo y contarlo, por mi parte, conforme avance la lectura.

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