lunes, 4 de julio de 2016

Ítaca, de Cavafis


Si emprendes el viaje a Ítaca,
desea que el camino sea largo,
lleno de peripecias, lleno de conocimientos.
A los lestrigones y a los cíclopes,
al encolerizado Poseidón no temas,
tales seres nunca en tu camino encontrarás,
si permanece alta tu visión, si una selecta
emoción tu espíritu y tu cuerpo anima.
Con los lestrigones y los cíclopes,
con el cruel Poseidón no te toparás,
si es que no los albergas en tu alma,
si no es tu alma quien los alza frente a ti.

Desea que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que, con qué placer, con qué alegría,
arribarás a puertos por primera vez vistos.
Entretente en los mercados de Fenicia
y compra hermosas mercancías,
madreperlas y corales, ámbares y ébanos
y deliciosos perfumes de mil clases
todos los deliciosos perfumes que puedas.
A ciudades de Egipto, acude a muchas,
y aprende y aprende de los sabios.

Siempre ten a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Pero no apresures el viaje en absoluto.

Mejor que muchos años dure.
Y que ya viejo arribes a la isla,
rico de cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que te dé riquezas Ítaca.
Ítaca te dio el hermoso viaje.

Sin ella, no habrías empredido el camino.
Ya nada más tiene que darte.

Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Tan sabio como te has hecho, con tanta experiencia,
ya habrás comprendido qué significan las Ítacas.

Traducir es quizá el único camino que podemos emprender para llegar al poema, al texto, esa ítaca inalcanzable que nos seduce y nos llama, tantálicamente, desde la urdimbre original. Una y otra vez, cambiamos una palabra u otra, precisamos un tiempo verbal o un término, aguzando el oído para tratar de oír, debajo de nuestras palabras, cuidadosamente colocadas, no tanto el sonido de la lengua original, inevitablemente siempre algo ajeno, sino ese espacio más allá de una u otra formulación concreta, esa otredad que tenazmente se desdibuja al otro lado de la voz, más allá del tiempo. Como si el poema no fuera ni siquiera el original, sino una determinada idea viva, un cuerpo inasible que las palabras de Cavafis han contorneado y dibujado, y que nosotros aspiramos a atrapar, de nuevo, en ese vestido a medida y algo desmejorado que le podemos prestar con nuestra voz. Como una restauración de un objeto paradójicamente inmaterial, frío, extraño, en el que percibimos, sin embargo, la textura, la rugosidad, la calidez de la propia piel, milagrosamente convertida en palabras.

Sirva esta traducción, pues, como una nueva intentona, inexorablemente traicionera y silenciosa; esmerada, sin embargo, como una plegaria.
Algunos matices más.
He traducido directamente del griego. Cuando decía que es inasible o ajeno el original, me refería a lo limitado del conocimiento de otras lenguas. Salvo quizá en los bilingües nativos, la extrañeza es siempre una capa que nos parece impenetrable.
Más aún si la lengua es artificial. No es que quiera entrar en detalles de especialista, pero puede ayudar saber que Cavafis usa una lengua en cierto modo inexistente, una mezcla del griego demótico, popular, que nunca adopta por entero, y una lengua pura, artificialmente cercana al griego clásico, entonces mantenida por los autores más conservadores. De hecho, cada escritor griego siempre siente ese desafío, esa necesidad de marcar, lingüísticamente, la cercanía o la distancia con el lenguaje de la enorme y apabullante tradición helénica, que es sentida, y no, como propia. Mucho más en un poema que precisamente proyecta la existencia sobre el fondo de la Odisea, uno de los poemas que inauguran Grecia y Occidente. Y es esa distancia, precisamente, la clave: si quieres ser Ulises, no esperes aventuras maravillosas y mágicas. Toda la magia del camino está en ti, en tu escala humana. No podemos enfrentarnos a los dioses, que en realidad son obra nuestra, falso enaltecimiento que nos impide comprender de verdad nuestra grandeza. No renuncies a los sentidos, al cuerpo, a los perfumes del deseo -el adjetivo griego de perfumes abraza la alusión al placer, a la sensualidad. Y no renuncies al saber, a llenar tu alma. Esa es la riqueza, el recuerdo del placer --obsesión poética recurrente de Cavafis, simbolizada en Fenicia-- y la sabiduría, que se reviste del prestigio del antiguo Egipto. Pero no olvidemos que Ítaca es una patria, que la Odisea es un regreso, una vuelta a uno mismo. Cambiado, enriquecido, viejo, pero protagonista de un regreso, ennoblecido por la memoria y el conocimiento.

No hay nada más, no hay engaño de la esperanza: solo tiene sentido el final de la vida en la medida en que se prolonga melancólicamente en torno al yo esencial, al propio origen último, pero distendido, ensanchado hacia el final de la muerte por el placer que se evoca y revive, ahondado en la mente cultivada. 

He aquí las dos claves de toda la poesía de Cavafis, de su ideal de vida, y de muerte: recuerdo del cuerpo, conocimiento del alma. Sus "personajes" poéticos siempre se mueven entre el deseo y la memoria, amenazados por el tiempo y la muerte, que aceptan ("no digas que fue un sueño..."), y humanizados por el conocimiento. Solo los dioses aúnan un cuerpo inmortal y joven y la sabiduría, solo en ellos vida y recuerdo son, en cierto modo, simultáneos, sinónimos... Para nosotros, apenas la poesía nos permite, fugazmente, engañosamente, fundirlos.

Creo que esto puede centrar mejor la lectura del texto, sin que pretenda invalidar, por supuesto, las sugerencias que el poema despierta, de un alcance, como es fácil comprobar, personal e ilimitado. Ese es, sin duda alguna, uno de los privilegios de la auténtica poesía.

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