sábado, 10 de agosto de 2013

Construir este país

Hemos de construir este país. De nuevo, como una titánica empresa, hermosa y colmada de millones de aportaciones pequeñas, una ofrenda llena de humanidad a quienes nos sucederán. No se trata de hacer pensar que nada bueno se ha logrado hasta ahora. Pero sí debemos aprovechar sin demora el impulso que la dignidad y la indignación nos proporcionan hoy conjuntamente. La dignidad de compartir esta tierra, hecha de retazos, de monarquías y repúblicas, de lenguas y paisajes, pero sobre todo fabricada con esfuerzo, con desdichas humildes, con felicidad humana trabajosamente conquistada. La indignación de sabernos maltratados, ninguneados, despreciados por castas de políticos, poco más o menos corruptos, cuya obsesión no es enderezar el país, sino nadar y sobrevivir ahogando a los demás en un lago de inmundicias, rebosante de excrementos, es ya evidente, de todos ellos.

Somos un pueblo, hijos tal vez, me da en ocasiones por pensar, más del maltrato, que del amor de esto que a duras penas podemos llamar ahora patria. Hay ante nosotros figuras que, desde luego, nos inspiran. Esta es la tierra de Prisciliano o de Salvador Espriu, de Juan de Padilla y de Miguel de Unamuno. Aquí reventaron en versos indomables las almas de Quevedo o de Miguel Hernández. No fueron otros los cielos que llovieron sobre Ramón y Cajal, que descubrieron su rosado amanecer para el llanto primerizo de Juan de la Cruz. Y son los vientos nuestros los que llenaron de asombro y de curiosidad los oídos de Manuel Azaña o de Menéndez Pelayo.

A qué hemos de renunciar entonces. A muertes abusivamente administradas, sin duda; a guerras inciviles, a cálculos de muerte que cimentaron dictaduras y atropellos, injusticias y feudalismos malsanos. Pero tenemos en la historia mucha sangre hirviente que transfundir en nuestras venas.

Y sobre todo, tenemos nuestra propia vida, nuestro propio aliento, que son los únicos materiales verdaderamente imprescindibles para alzarnos. Para elevarnos en el no, cuando sea nuestro deber denunciar la mentira establecida. Las hipocresías, tan indulgentemente toleradas. En el sí, de la esperanza y el deseo. Esa es la bandera. El estandarte, el estímulo. La vida que podemos erigir en el trabajo, en la comedida pero tenaz intransigencia, en el orden que camina hacia un horizonte claro y definido, recto y preciso. Eso somos. Patriotas de un país quizás aún inexistente, pero que no puede esperar ya ni un instante solo. Que es, entusiásticamente, urgente, necesario, posible. Caerán los vampiros del ayer y sus constituciones podridas. Sus carcomidos juzgados, sus parlamentos apolillados. Y podremos encontrar en la política, no como ahora, el freno y el obstáculo, paradójicos y frustrantes, sino una atmósfera de oportunidad, una escuela de trabajo y tenacidad, un nuevo modo de encarar el futuro que se abre, complejo y prometedor, ante nosotros.

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