miércoles, 5 de octubre de 2011

La crisis, la vida, la palabra

La política oficial se queda sin relato. Encajonada en un vocabulario rancio, rígido y quebradizo, no convence ni consigue guiar a Occidente. El torbellino económico, tenaz y hambriento, engulle todo diagnóstico, toda previsión, toda esperanza, cansinamente predicadas desde púlpitos desatendidos. Los ciudadanos ocupan entonces el espacio público con sus gritos, sus huelgas, sus manifestaciones: una liturgia mágica y desesperada, ritual improvisado e impotente para dioses sordos. Ante ella, los dirigentes, incrédulos sacerdotes, tenues máscaras de un orden oscuro, balbucean excusas, regurgitan promesas, vocean sin convicción fórmulas de anticuados elixires, mil veces desmentidos por los hechos.

Y el mundo gira. Países antes devorados por su deuda externa emergen en el tapete, adquieren los pagarés imposibles de las naciones antes ricas, que, igual que jugadores arruinados de casino, malvenden sus lágrimas y empeñan su progreso a cambio de evitar por unas horas la quiebra, la deshonra, el desahucio. Antes de ser barridos por el creciente oleaje del descontento, la desesperación y la rabia.

En un mundo globalizado, la desdicha y la pobreza, de una parte, y el cacareado bienestar, de otra, irán mudando a capricho sus favores. Sí que perdurarán, es de temer, pueblos condenados por generaciones a estragos de violencia, esos campamentos presuntamente humanitarios. Barrios de marginación y miseria. Escenarios de una inhumanidad persistente e impía. Pero en otras ciudades los rascacielos sucederán a las chabolas, los trenes bala al lenguaje sangriento de las armas. Y nuevos idiomas aderezarán conversaciones en exquisitos convites. El hambre sabrá metamorfosearse rápidamente en obesidad y anorexia, la privación, en enfermiza abundancia. Y el arte entonará un nuevo fuego de edificios, de imágenes, de su apacible engaño.

Y nada habremos aprendido del progreso, los himnos, las conquistas, de eso que reverenciábamos, hace apenas un instante, con el sagrado nombre de crecimiento económico. Nada que no supiéramos, en realidad, a ciegas desde siempre. Que es una sola vida la que cada ser humano aporta a este planeta, un corto espacio único, de sonrisa, de libertad y de mirada. Para colmar los ojos de luz, el alma de ásperas dulzuras, la voz con el sonido voraz de la palabra. Una vida para recatarla en los labios que amamos, para izarla en el mástil del deseo, para exponerla a la dulce humedad con que nos ungen las manos de la lluvia.

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