viernes, 6 de mayo de 2011

Verdad, Bien y Belleza

No es en vano que Platón construyera un ideal absoluto en el que Verdad, Bien y Belleza componían una trinidad misteriosa, se convertían, de hecho, más en diferentes perspectivas del mismo anhelo que en partes claramente diferenciadas de una misma entidad. Este optimismo moral, epistemológico y estético supone imaginar nuestro mundo en la clave de una realidad imperfecta, pero que debe todas sus capacidades de estímulo a que es la proyección, el despliegue de un equilibrio máximo que se postula, en el que el esplendor hermoso del ser es sabiduría y es deber, conformidad del pensamiento y la existencia, respeto de la propia naturaleza en lo que depende de la voluntad.

Pero un griego no puede imaginar la sabiduría de otra forma que como visión. El testigo es el que ha visto. Saber en el idioma de los helenos se dice como un pretérito perfecto que expresa resultado de la acción de ver. Y la vista no puede encontrar mayor sensación de completud, de absoluto, que cuando hunde su escalpelo en la imagen bella, proporcionada, armónica, precisa, clara. Saber es ver, pero es una mirada que nota el encaje de lo que se ve en lo que oscuramente se barruntaba o procuraba. Y esa coincidencia entre el deseo y su cumplimiento solo puede explicarse si la conciencia tiene antes un recuerdo, una imagen misteriosamente impresa y brumosamente olvidada. Saber es entonces recordar, encontrar la correspondencia entre cuanto ambicionábamos y perdimos y lo que comprobamos al experimentar y recobrar la presencia del conocimiento.

Solo lo que es puede conocerse, y puesto que estamos desterrados en un mundo de faltas, de carencia, de fealdad y de maldad, hemos de entender que tales cosas no son propiamente el ser moral del mundo, sino que el pecado obra por desconocimiento, la fealdad brota del desequilibrio, la ignorancia se aferra entre nosotros como mutilación del alma.

Hay entonces una huida, hacia nuestro propio centro, nuestra memoria íntima del yo, una huida de lo que nos rodea y nos envilece, nos depaupera y priva de cuanto hondamente somos. Fuga que pretende la luz del saber, de la virtud, cosas que son por sí mismas hermosas. Cuál es la patria del alma, entonces, si precisamente no puede obrar el bien sino a través del cuerpo, percibir sino con cuanto nos administran los sentidos en su cartografía de la realidad, saber sino con la razón fabricada de lenguaje, que no son sino signos exprimidos, disecados, en último análisis, de la materia que nos rodea.

Y en esa huida podemos atropellar con todo lo que nos salta al encuentro, adoptar una sabiduría peregrina, viajera, acumulativa, en perpetua esgrima con lo que los sentidos nos ofrecen, o bien refugiarnos en la desconexión de las percepciones, confiados en que indagar nuestra huella íntima de la verdad es el camino más seguro y cierto. La verdad en movimiento de Aristóteles. La quietud contemplativa de los místicos. No son sino caminos que por el intrincado laberinto de los hechos externos o por la directa y escarpada senda de la meditación en nosotros mismos deben conducirnos, ambos, más cerca de esa trinidad que nos gobierna, desde fuera y por dentro.

Heridos por la verdad. Lacerados por la belleza. Llagados por el deber. Buscamos la cura del conocimiento, la sanación de lo hermoso, la resurrección de la bondad. Dónde hallarlas. No es Platón, pues, una sabiduría que cierra y disuelve los enigmas, sino una incitación a la busca. Un saber de deseo que espolea la vida de ojos abiertos, de pasión punzante. Platón es un proyecto abierto de existencia, que en la belleza misma del mensaje de sus mitos pretende el reflejo pálido de cuanto se indaga y rebusca sin fruto cierto.

Verdad. Bien. Belleza. Quién da más.

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