viernes, 23 de julio de 2010

Otra muerte de Rocamadour (apócrifo cortazariano)

Rocamadour, mi príncipe de gasas, medicinas, de termómetros incansablemente encaramados, tenés la risa de los caballitos metida entre los labios, esos que ya no saben plegarse en la sonrisa que ponés cuando te tapás los ojos y decís que no estás, que luego puede, y yo te digo que sos príncipe vos, y mago, y brujo de hechizos antiguos y conjuros poderosos. Y la luna te busca para dejarte en la frente un rocío de plata linda, una corona de luces pequeñitas, para que cuando tus ojos se abran no vean la negra nube del miedo, no venga ese llanto, ese lloro frío y doloroso de niño enfermo y desvelado. Agarrá el osito, mi amor, agarrá esos brazos de felpa y dejá que su sonrisa dibujada se abra sobre tu tristeza como un paraguas recio y grande, lleno de colores, de animales que sonríen por dentro de los cuentos que te hacen dormir todas las noches.

Y bueno, si nomás podés dormir sin mover las manos, si ese sueño te tiene agarrada el alma con tanta fuerza que la boca está quieta, siempre, que los ojos siguen cerrados y perezosos, si es un sueño bronco y hondo, oscuro y frío, no tengas miedo, aun así, mi amor, que te estoy dando friegas en las manos, para que venga el fuego que se esconde dentro de los dedos, como hicimos cuando viste la nieve en las montañas, recordás, que pusiste la mano entre las mías y froté con fuerza, y subieron las chispas que se ocultan debajo de la piel, y prendieron, como un fueguito sigiloso, en tus dedos ateridos y una sonrisa en tus labios, que te temblaban, aun con la boca llena ya de la alegría. Escuchá, que las canciones que te gustan vienen a mis labios y mojan tu camita de recuerdos misteriosos, de princesas y caballeros montados en corceles hermosos y blancos, nobles y fuertes, como serás vos cuando la sangre te llene el cuerpo de deseo y de vida y quieras a todas las princesas dulces de este mundo, a todas las reinas de gloria y de olvido.

Mi niño de manos como pájaros, siempre volando por el aire, a la caza de recuerdos, de caprichos que se asoman a los escaparates, que se suben a la cabeza cuando mirás por la ventana, a veces para perseguir una mosca mareada, a veces por contar las personas que van entrando en el cuadro para salir al poco, sin sospechar siquiera que la urgencia de sus pasos dibuja un fragmento de vida con el que jugás a adivinar. Y sonreís cuando vienen, se detienen un instante, dudan, cruzan tal vez su mirada con la tuya y entonces reís y te escondés. Y ya no, Rocamadour, porque tus manos están dormidas, como vos, profundamente, que parece que no se vayan a despertar, que acarician los minutos y las horas, rezándole al sueño, con ese respeto y esa quietud de la plegaria, de la manera como dormís que es parece que para siempre, para helarme el recuerdo en la memoria y el llanto en la garganta, bebé Rocamadour, mi amor, mi príncipe, y ya el termómetro ha descendido, y no se alza, no sigue la danza de la frente incendiada, ya baja despacito, pero imparablemente, nomás hasta el frío, hasta el beso que recoge y apaga las lucecitas de la luna en tu frente, cada vez más fría y sin las arruguitas del llanto, con la quieta extenuación tranquila, hija de la muerte, mi amor, tu dulce muerte.

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