En un documento publicado hace unos años hacía un repaso sistemático de los nuevos riesgos --o retos, si se quiere ser optimista-- a los que se enfrenta la enseñanza secundaria. Señalaba entonces como un problema capital la creciente y masiva inmigración y la deficiente e improvisada estructura con la que se acoge este aporte de población, de múltiple procedencia geográfica y extremada diversidad cultural. A nadie se le escapa que los institutos no solo se han transformado ya irreversiblemente en cuanto a homogeneidad de alumnado, sino que arrostran, además, problemas graves de aculturación masiva e incapacidad creciente para mantener un cierto nivel en la formación, carentes de recursos suficientes y ahogados en la larga y destructiva crisis de fondo causada por la LOGSE.
Si la enseñanza primaria puede aún conseguir cierta integración en edades tempranas, la secundaria acoge individuos ya adolescentes, faltos muchas veces de cultura escolar, de hábitos de socialización, de control familiar eficaz y en una edad más proclive a la rebeldía, nada desautorizada en el contexto frecuente de permisividad e indisciplina.
Nuestros institutos, es cierto, no son exactamente laboratorios, en los que podamos obtener experimentalmente conclusiones válidas sobre la sociedad que se va configurando como resultado de la interacción entre autóctonos e inmigrados de procedencias diversas. Son excesivos los factores de distorsión como para otorgar fiable representatividad a las observaciones saltuarias y sesgadas, recogidas inevitablemente al azar, que todos acumulamos en nuestro recorrido por aulas y pasillos, queramos o no.
En efecto, nuestra mente continuamente trabaja sobre las representaciones teóricas previas, ya sea para añadir motivos al desaliento, si albergamos planteamientos catastrofistas, ya sea para reconfigurar la red de conceptos en la que clasificamos percepciones y conformamos valoraciones. En todo caso, cierta autoridad tiene que conferir la experiencia directa de la difícil convivencia en los centros de secundaria. Somos testigos de un proceso continuo, aunque carezcamos de la capacidad de emitir veredictos o profecías plausibles. Nuestras reflexiones, pues, son testimonios que incorporar al proceso, no tanto sentencias o condenas anticipadas.
En este sentido, podemos afirmar que los institutos no son capaces, ni pueden serlo, de producir una maqueta a escala de una sociedad equilibrada y democrática, respetuosa y capaz de albergar al individuo en un contexto de proyección y posibilidades. Son, por el contrario, instrumentos de contención de la conflictividad social, desprovistos casi por completo de su originaria función formativa de individuos libres, conocedores y responsables. Pueden, tal vez, obtener cierta representación de mínimos de convivencia, pero esa imperfecta y siempre insatisfactoria tarea les convertirá en radicalmente incapacitados para promover al máximo la potencialidad de cada persona. Se ha confundido la accidentalidad de la convivencia con el objetivo definitorio de la enseñanza, que no es la socialización, sino la sustancial mejora y formación de cada ser humano por separado. No es extraño que, en aquellas sociedades en las que el individuo conserva una fuerte identidad de célula básica de la democracia, el fracaso del pedagogismo socializante y mediocre haya provocado la expansión de la escolarización casera como alternativa voluntarista y desafiante al socialismo instintivo de lo políticamente correcto.
Hay, en efecto, una idea espuria y en expansión que enfatiza el carácter comunitario de los centros educativos, con daltónico y deliberado olvido de su función de instruir individuos para que elijan por sí mismos la forma de participación, en la sociedad real, que ellos elijan responsablemente. Una comunidad requiere del asentimiento y aceptación de normas y objetivos por sus miembros, que voluntariamente se aíslan del cuerpo social. A tal definición responden los monasterios, e incluso podría argüirse que ciertos campus universitarios, aislados y concebidos como para-ciudades, podrían encajar parcialmente en tales presupuestos. Los estudiantes profesionales del reenganche y la permanencia suspensiva, los clásicos bohemios de antaño, hogaño revestidos de coartadas ideológicas, no en vano acaban por exigir crecientes capacidades rectoras en el gobierno de tales instituciones. Profesionalizan su naturaleza de hermanos legos que permanecen ad kalendas graecas en la sopa boba de los gobiernitos universitarios. Sobre este modelo de la llamada participación estudiantil, de rancia tradición asamblearia tardofranquista, se concibe la presencia de los alumnos en los consejos escolares. Un elemento más para proyectar sobre el educando la equívoca concepción de que es capaz de decidir cómo debe organizarse su acceso y asunción del conocimiento.
Pero este modelo, claramente irreal y deslegitimador de la autoridad del profesorado, que ya ha producido deletéreos efectos cuando los institutos albergaban una población homogénea, acaba de resultar terriblemente disparatado con la llegada de núcleos numerosos de alumnos inmigrados. Reproducen y aumentan, efectivamente, el discurso de legitimación del capricho infantil como criterio de aprendizaje, pero acogiéndolo como axioma de cada grupúsculo identitario. Así la cacareada integración genera, en realidad, al conjugarse con el infantilismo constructivista, una estructura de compartimentos estancos. Como el sistema no ofrece al individuo una proyección personal de calidad, éste se repliega en su grupúsculo de proximidad racial o cultural, que se convierte en un valladar intraspasable para ser captado hacia el conocimiento emancipador y personalizador. Si además añadimos la desestructuración familiar y la carencia de una sociedad íntegra en la que relacionarse, resultará que no pasará mucho tiempo antes de que los adolescentes inmigrados reproduzcan en los institutos formas alternativas de socialización y creación de estructuras parafamiliares: bandas, maras, clanes... grupos de muchachos magrebíes, que ambicionan la feminidad occidental, visible y tentadora, y reafirman su autoridad imponiendo el velo a sus muchachas... Todo este ámbito de creación y fortalecimiento de microsociedades adolescentes, incomunicadas y cerradas al rescate del individuo, altera la naturaleza de la institución escolar, transmutada en un criadero de cárceles grupales bajo la vergonzante coartada del multiculturalismo y su atroz efecto disgregador.
Y evidentemente ello no es necesario. Ni mucho menos inevitable. Si las edades entre los 15 y los 17 años no se vieran obligadas a sestear su intelecto y capacidades en un sistema de tolerancia enfermiza e inactividad galopante, si cada muchacho, cada muchacha pudiera optar por soluciones satisfactorias que le abrieran el horizonte claro de proyección por el estudio o a través de una auténtica formación profesional, los resultados de integración real y mejora individual serían enormemente más altos. La sociedad resultante, mucho más sana y desprovista de rencores y rencillas de matriz adolescente. Y la realización plena del individuo, una garantía para mantener las diferencias de creencia o cultura en el ámbito privado, en el que un ciudadano responsable e independiente puede controlar y manejar sus claves culturales sin verse sometido o esclavizado a manieristas fundamentalismos y gregarismos delicuenciales.
No es, pues, la inmigración sino una manifestación más del terrible y trágico error del dogma constructivista y comprensivista. Nuestros institutos no podrán resistir, con dignidad docente, esta situación, si las leyes no se reforman radicalmente. Es decir, no podrán, puesto que tales reformas, de llegar, cosa casi imposible, llegarían demasiado tarde. Hará falta una generación, o más, para que los inmigrantes o sus hijos demanden y obtengan auténtico acceso a una formación de calidad que les permita escalar socialmente. Mientras acepten las cuentas de vidrio logsero a cambio del oro de su fuerza de trabajo, el racismo real seguirá siendo uno de los rasgos definitorios de las sociedades que se autotitulan de progresistas e inclusivas. Y nosotros, antes profesores, nos convertiremos en los capataces y cultivadores, progres y asistenciales, de los nuevos esclavos importados.
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