Los grandes hitos del pensamiento de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX se caracterizan por redefinir la categoría de persona como base del pensamiento ético y político. Schopenhauer, Nietzsche, Freud, incluso Marx, tratan de superar el Humanismo rencentista, de cuño clásico, que había recorrido prácticamente sin crítica la filosofía de la Modernidad. Del Siglo de las Luces ha emergido un nuevo afán por redescubrir el ser humano, abordándolo desde nuevas perspectivas y anexionando territorios nuevos en la inacabable exploración, para fundamentar nuevos modos de imaginar, e incluso profetizar, el orden político al que la Historia parece conducirnos.
Importa, en definitiva, bien poco que esas profecías se basen en una teoría del valor en el sentido económico como palanca para transformar la Historia, aun desde el ambiguo augurio de que dicha transformación es ineluctable. ¿Dónde queda, en efecto, la indeterminación o libertad personal del pensador alemán? Si la mutación del capitalismo al socialismo es el destino de la Historia, ¿qué sentido tiene tomar parte activa en este proceso, de no ser que Marx en el fondo se conciba a sí mismo como un agente histórico de primer orden, una especie de profeta del materialismo científico, no demasiado alejado de las figuras del Antiguo Testamento? Tendríamos que recurrir a un bucle hegeliano, para explicar que la misma personalidad de Marx es fruto de la astucia de la razón, de las contradicciones sociales que él transforma en conciencia crítica, luego incrustada en la conciencia de clase del proletariado como combustible del proceso.
El hecho, en definitiva, es que el ser humano es concebido como un prisionero de su pertenencia de clase, de la cual se ha de emancipar superando la lucha que lo arrastra en su devenir contradictorio. Postular como alcanzable el equilibrio en la sociedad comunista supone proyectar un ideal humano solo realizable en un ordenamiento social donde la alienación sea imposible, donde el valor de las cosas no resida en su potencialidad de mercado, sino en su directa inserción en la necesidad que tratan de cubrir. El hombre comunista es un ser carente de deseos no predecibles, es una suerte de conciencia mecánica que produce bienes para satisfacer necesidades planificadas propias o ajenas, sin albergar expansión o invención alguna del deseo, como una realidad cuya satisfacción pueda aplazarse y acumularse en forma de capital. Es un engranaje en una máquina gigantesca de ingeniería, que aporta sus capacidades para obtener a cambio satisfacción de sus necesidades, que deben ser, por definición, homólogas a las de sus semejantes. No hay, pues, creación, innovación, sino ciclo, repetición. El individuo deja de ser tal para convertirse en un mero avatar de lo Humano. No existe en el comunismo posibilidad de obrar mal, de elegir, pues toda elección deviene irrelevante. La persona está constreñida a la virtud, entendida como el perfecto encaje de lo particular en el nicho prediseñado de lo social. Evidentemente la utopía comunista puede afirmar que dicha mecanización del trabajo no es una deshumanización, sino al contrario: se trata de la necesaria supresión del deseo, profundamente perturbador, en el ámbito de la producción para reordenar la vida especializando la parte irracional o creativa en lo que podríamos llamar tiempo de ocio. Bien es verdad que divorciando el deseo del negocio, ahora imposible en términos de lucro personal, impedimos la pretendida explotación laboral, pero no es menos cierto que atribuimos a la persona una capacidad de disociación de la conciencia que no parece casar con ninguna realidad histórica conocida. Creatividad y economía no tienen por qué concebirse como entidades incompatibles: es más, si analizamos el pasado, encontraremos que las grandes innovaciones tecnológicas se entrelazan con las transformaciones sociales de tal modo que se hace muy apriorístico atribuir el papel de causa única de los cambios a la propiedad de los medios de producción, ya que la llamada producción no opera siempre de la misma manera ni aporta siempre soluciones a las mismas necesidades, sino que éstas, en realidad, también cambian substancialmente, y arrastran mutaciones que producen nuevas formas de producción.
Marx cree haber descubierto en el proletariado un fondo de bondad natural, una suerte de buen salvaje embrutecido por la explotación capitalista, al que hay que devolver a un estado natural y postindustrial, donde la tecnología moderna actúe al servicio de todos los hombres por igual, en una especie de macrofalansterio mecanizado que es la sociedad comunista. Como un demiurgo fabril, Marx repartirá su pan cotidiano y su felicidad socialista en un mundo justo que es su propio espectáculo, su propio circo monumental, donde los túneles de los ferrocarriles subterráneos se alumbrarán con las lámparas de los aristócratas, donde no existirá la envidia porque no habrá tampoco propiedad privada. De hecho, el problema es que la sociedad comunista es imaginada como feliz, exactamente en la medida en que no es ya capitalista. Es decir, la felicidad tiene una base negativa, una suerte de continuada celebración de la redención. Hegelianamente, contiene la tesis y la antítesis precedentes, aun superándolas. Pero el hecho es que dicha satisfacción de haber dado muerte al capitalismo, lejos de procurar una felicidad intrínseca, solo supone un punto de partida para la compleja red de relaciones sociales que siempre e inevitablemente se entablan entre los individuos y que es donde se produce y desarrolla lo humano. Esa compleja red de relaciones, contrariamente a la profecía marxiana, no se basa en el ser moral de cada individuo socialista. No hay un plus de bondad adquirido (o recobrado) y consolidado por el mero hecho de haber sido educado y vivir en el socialismo. La misma telaraña de rivalidades, de atracciones y rechazos, de amistades y odios, de intereses, que siempre han definido el desarrollo de la vida en común se ponen en marcha aun en unas condiciones de economía restringida o disfrazada y retornada a las catacumbas del trueque y del mercado negro.
Un fino análisis muy revelador al que quisiera añadir que el marxismo parece creer que el hombre puede salvarse a sí mismo, que posee dentro de sí todas las capacidades naturales y espontáneas para alcanzar el verdadero progreso y el paraíso terrestre. El marxismo, como Rousseau, niega el pecado original, y achaca todos los males a los sistemas, no a la capacidad personal de elegir entre una cosa u otra. Con esa imagen errónea del hombre se crea un sistema inhumano. Un abrazo.
ResponderEliminarSi quieres completar tu análisis del marxismo, en tono jocoso, te invito a ver la última entrada de mi blog, con una anécdota sucedida a mi mujer.
ResponderEliminarUn abrazo.
P.D. En otro momento (ahora no tengo tiempo) me gustaría matizar un par de cosillas de tu análisis. Volveré a entrar en tu blog a comentar.
Gomollon san siempre es un placer visitar su Bitacora con estas reflexiones que nos mueven a pensar , porque complicamos todo con sistemas que corrompen , si lo que el hombre busca y necesita es ser feliz .
ResponderEliminarUn saludo desde Tailandia
Que tenga un Feliz dia de San Valentin.
R.G.Y.
Rosna
Gracias a los tres. Espero esos matices, con cierta impaciencia, Alegre opinador.
ResponderEliminarBenjamín.
ResponderEliminarComparto contigo la totalidad del análisis aplicado al fracaso de los regímenes comunistas, que mejor no se repiten nunca. De todas formas, creo que hay que tener más en cuenta las alucinantes situaciones que debía vivir el proletariado de la Revolución Industrial, para incardinar mejor el pensamiento de Marx en un contexto histórico muy determinado. Quizá, como tú bien dices, su error fue creer que la necesidad evidente de superar una situación injusta e inhumana se debía conseguir en una sociedad feliz (como la de Huxley o Orwell) de la que él sería el profeta. No creo que se pueda despreciar el pensamiento de Marx, cuando los niños trabajaban en lo hondo de las minas abriendo túneles o los hombres y mujeres consumían su vida a razón de siete días a la semana a catorce horas diarias para llenar los bolsillos de una burguesía industrial que, en muchas ocasiones vivía de las rentas. Es evidente que los sistemas comunistas han fallado porque la "igualación" de todos por debajo no es un sistema que implique avance humano, pero también es verdad que la presencia del pensamiento socialista en las democracias europeas ha conformado y moderado un capitalismo inicialmente salvaje, para permitir el desarrollo de sus ciudadanos y no solo de unos pocos.
Es mi humilde opinión.
Un abrazo.
Si entiendo tu análisis, la doctrina socialista es buena en la medida en que ha fracasado como tal: sus intentos de imponerse en una encarnación histórica concreta han generado siempre una mezcla de miseria y dictadura. Y cuanto más han prevalecido en el poder, más se han ahondado en las sociedades victimizadas la pérdida económica y la mengua de libertad.
ResponderEliminarOtra cosa es que determinados partidos reformados de raíz colectivista hayan transformado sus ideales de cirugía revolucionaria en un patrón "homeopático" redistributivo a través de impuestos. Han conseguido, ciertamente, humanizar un capitalismo desbocado, que había destrozado los elementos tradicionales de solidaridad, con una industrialización y urbanización caóticas y socialmente destructivas. Pero el resultado no es un socialismo real, sino, por utilizar la terminología de la guerra fría, un "capitalismo de rostro humano". Eso prueba que ell verdadero progreso social no consistía en destruir los referentes de Occidente, ni del mundo en general, sino en pensar profundamente cómo debían adaptarse a la modernidad individualista los mecanismos de redistribución de la riqueza y de mantenimiento del ideal de comunidad política basado en ciertos mínimos de equidad social.
De acuerdo con ese análisis.
ResponderEliminarUn saludo.