Irán puede ser un principio. Para el resto del mundo musulmán, tiene la legitimidad de haberse construido sin Occidente, incluso contra Occidente. De haber sobrevivido a una guerra en la que Irak oficiaba de punta de lanza, sirviendo a ambiciones propias y a intereses occidentales. Se fundó además a través de un enfrentamiento con los Estados Unidos, en la crisis de los rehenes de la Embajada que forzó la elección de Reagan en perjuicio de Carter. Y ahora el discurso de Obama sobrevuela la multitud que exige la anulación del fraude electoral por el que Ahmadineyad creía haber renovado su mandato.
Hay una cierta justicia poética en todo este proceso, una especie de péndulo simbólico que puede hacer surgir una esperanza de renovación democrática no injertada desde el extranjero en uno de los países clave del Oriente Próximo, a punto de convertirse en potencia nuclear. Un país de población muy joven, donde las mujeres pueden emprender un camino de exigencia y de afirmación, pues cuentan con el más alto índice de formación universitaria de la zona.
No podemos olvidar Tiananmen. Es el riesgo que afronta el pueblo iraní, alzado para trazar el camino de su propia historia, en un mundo abierto donde nadie puede dar crédito a la demonización de Obama como encarnación del Satán occidental. Pero los riesgos existen para ser vencidos. Y la historia no pertenece a los pueblos pusilánimes.
Si los estadounidenses pudieron volver a agitar la bandera de la esperanza con la superación del tabú racial, quizá es la hora de Irán. Y el principio del fin de los cobardes que solo saben atizar el odio y armarse hasta los dientes para afirmar su poder, no contra imaginarios enemigos externos, sino para afianzar las tiranías que victimizan sobre todo a sus propios pueblos, cualquiera que sea su credo o su raza.
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