No es fácil opinar sobre China, fuera de afirmaciones muy genéricas sobre libertad, democracia y comunismo totalitario. Parece evidente que el partido comunista ha dejado de ser para siempre el guardián del colectivismo maoísta y se ha convertido en la columna vertebral de un sistema capitalista tutelado, que proporciona crecimiento acelerado, unidad de mercado interna, estabilidad socio-política y una creciente influencia internacional, frente a una eventual explosión de naciones emergentes al estilo post-soviético, que produciría el previsible colapso de una democratización imprudente y apresurada. El camino chino es el inverso al que siguiera Rusia: primero la reconversión económica, manteniendo el Imperio; después, si resultan convenientes, los cambios políticos, que no pongan en duda la unidad nacional.
La relajación en la legislación del hijo único puede ser toda una señal de apertura: en efecto, no se trataba solo del control riguroso de la población, imprescindible cuando el comunismo no permitía sino el empobrecimiento progresivo y la miseria creciente. Era sobre todo una muestra simbólica de hasta qué punto no existía límite alguno para el poder del Estado en todas las esferas de la vida, pues la planificación de la población quedaba expropiada a los individuos y transferida a la providencia de la Burocracia. Simétricamente, el cambio, de producirse, demostraría varias cosas: mayor optimismo en la evolución de la economía liberalizada, a la vez que un estímulo a la toma de decisiones de los jóvenes, ya acomodados en estándares urbanos y por tanto no abocados a reacciones natalistas excesivas. Y no debemos olvidar que los abortos selectivos de niñas han propiciado un desequilibrio entre los sexos demográficamente muy preocupante.
Cada vez será más factible que la vida privada se desarrolle sin interferencias del poder organizado. La pregunta es cuánto tiempo tardarán los individuos en exigir proyectar su autonomía creciente a la esfera pública. Y parece que el Estado solo puede simbolizar su éxito y justificar el mantenimiento de su monopolio de poder a través de cruzadas nacionalistas, como la absorción de Hong Kong, cartucho ya agotado, o la presión constante sobre Taiwan, que proporciona una magnífica coartada permanente al victimismo del gigante asiático. En este sentido, la celebración de los Juegos supone un espaldarazo propagandístico de primer orden, tanto interna como externamente. Es imposible no evocar el precedente de Berlín de 1936, un totalitarismo que supo proyectarse. O el de Moscú, de 1980, que simboliza, en cambio, el comienzo del declive acelerado de la URSS, al provocar su aventura afgana un boicot muy importante. Y es aquí donde estalla el problema de la rebelión, televisiva, del Tíbet.
No deja de ser un tanto paradójico que el mundo occidental sea solidario con las reclamaciones de quienes defienden devolver la independencia a un régimen teocrático, frente a la modernidad expansiva y vigorosa, generadora de cuantiosas complicidades financieras, de la economía china. Pero es que el pacifismo budista encaja con las claves de nuestra doctrina políticamente correcta. Ofrece una repetición de la figura de Gandhi, en la persona del Dalai Lama, que ha sabido cultivar ese perfil de conciencia pura de la paz. Revive la épica de David contra Goliath, lo que genera siempre una corriente incontrolable de simpatía hacia el más débil. Es muy difícil desactivar la espiral reivindicativa, una vez que la llama olímpica ha comenzado a proporcionar escenarios en todo el mundo para la protesta, que inevitablemente invadirá las competiciones deportivas. Y además, será un eficaz recordatorio para los propios chinos de que ellos no disfrutan tampoco de la libertad frente a un Estado capaz de tirotear monjes vestidos de azafrán. No es solo el efecto dominó en la imparable cadena de protestas diplomáticas de los países occidentales. El riesgo más fuerte es la nueva deslegitimación de una casta gobernante capaz de borrar la memoria de la Plaza de Tiananmen, donde los tanques aplastaban a los estudiantes demócratas. Y devolver la vida a los fantasmas de aquellas atrocidades puede marcar un antes y un después en la evolución política de China. Si empieza a conceder espacios de libertad en Tíbet, para tener alguien a quien agasajar en la inauguración olímpica, no podrá evitar que se abra en la mente de todos sus ciudadanos una ventana para que finalmente se respire el aire limpio de la libertad política. De la mayoría de edad definitiva.
Sería todo un legado de Buda, un legado de libertad de conciencia frente a los falsos ídolos del poder y la soberbia humana. Que las batallas de la libertad en el siglo XXI las emprendan las religiones no deja de ser un resultado paradójico y sorprendente para quienes basamos nuestra cultura política en los logros de la Ilustración.
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