Hoy, de nuevo, quiero saber sobre la muerte. No es una cuestión que atraiga, a primera vista. Sin embargo, hemos necesitado siempre construir su realidad, anteponerle un artículo que la reviste de inexorabilidad, presencia, conocimiento. Inútil nos resulta acudir a las certeras paradojas de Epicuro, para negarle realidad, consistencia, inteligibilidad. ¿Qué podría afirmarse de algo cuya esencia es pura negación?
Vemos las muertes que no sufrimos, sufrimos la muerte que no vemos. Así que en realidad cuando pensamos en nuestra muerte la vemos desde fuera, como despojados de la capacidad de movernos, pero reservándonos como ilusos el hecho puro de existir. Imaginamos nuestro entierro, el futuro de las personas próximas, las consecuencias de la ausencia. Imaginamos, sin percibir que en realidad no podemos habitar en esas imaginaciones de que ya no somos, porque ese tramo del tiempo nos pertenece tanto como el anterior a nuestro nacimiento, es decir, nada. Que es impenetrable a nuestros ojos y a nuestros sentimientos, aunque sea un purgatorio por completo inútil tratar de desprendernos de la curiosidad de ver más allá de los muros de nuestro espacio. Del mismo modo nos fascina el pasado que nos precediera y ansiamos vivirlo en los relatos familiares, en una evocación que es también usurpación, en cierto modo. Lo que define nuestro apetito, en fin, no es el mantenimiento de un espíritu desencarnado y contemplativo de la perfección divina, mero sucedáneo del instinto de vida. Lo que verdaderamente nos convoca al ansia de eternidad es el deseo de ser nosotros mismos en otras vidas concatenadas y esencialmente idénticas, a través del tobogán de la sangre, existencias que corroboren esa sensación solipsista de seres indestructibles sobre la que se asienta el yo. Pensar en la muerte es, en definitiva, la vacua rebelión del yo, la supersticiosa y vana convicción secreta de que a fuerza de imbuirla en nuestra mente podremos conjurar su venida, cuando lo cierto es que ya está aquí, que es, evidentemente, el correlato inseparable de la vida. Ser mortal es lo mismo que ser humano. No es la gloria celestial hipóstasis de la humanidad en la eternidad, sino caricatura. No podemos ver nuestra muerte porque somos nosotros mismos, nuestro secreto rostro bajo la máscara de la individualidad ufana y desafiante. Y en este negocio epistémico, el sujeto es incapaz de remontar el vuelo para observar su objeto, incapaz de ese desdoblamiento que deja a un lado el yo que conoce y al otro su vacío, su absoluta inanidad. Imposible dualidad.
Aceptar el final como frontera opaca quizá sea la mejor lección que tenemos que aprender de los personajes de ficción, de los mitos que tanto nos fascinan. Somos estrictamente fragmentos de humanidad. Jirones que no permiten tejer manto sacral alguno. Segmentos sin totalidad sistémica, pero con una paradójica apetencia de absoluto, de eternidad, de verdadero yo compacto y no sujeto al zarandeo del tiempo. Descartes quería que esta nostalgia de Absoluto es el sello de Dios en nuestras almas. Y quizá es menos huella divina y vestigio que sombra del deseo, del eros por nosotros mismos. Instinto de vida, de vida encarnada, no marca sublime de más alto destino. Nuestra luz es centelleo, no eterno resplandor. Creo que es cuanto podemos saber. Afortunada o desdichadamente. No hay nada más.
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