miércoles, 5 de marzo de 2014

Teatro y enseñanza: pequeña anécdota profesional

El pasado viernes, un grupo de alumnos presentó, bajo mi dirección y de un exalumno, una pequeña pieza teatral, en el marco, por primera vez, de las Jornadas Culturales del centro de Enseñanza Media en que trabajo. El revuelo que ha levantado no deja de sorprenderme. Contaba hechos ficticios, con un trabajo interpretativo que al parecer todos reconocieron como no carente de cierto mérito. Sin embargo, el uso de léxico en ocasiones grosero, fruto de la improvisación realista, y no de un texto previo fijo, así como los empujones que algunos personajes daban, en momentos de alta temperatura emocional, (ficticia, claro está...) suscitaron el reproche, el disgusto y la desaprobación de una parte del profesorado, aunque también, hay que decirlo, no impidieron en modo alguno el aplauso de otros docentes.

Vale la pena notar que sobre todo se molestaron aquellos que también presentaban, o colaboraban, en otras obras, quienes generosamente, es cierto, han entregado sus esfuerzos para esta jornada de escena, y ya desde hace muchos años. Eso sí, las obras que montan son muy diferentes: siempre mucho más dependientes de un guion estricto, poco espontáneo, se ven representadas en un amable tono de recitado, no muy gestualizado ni intencionado, lo que nunca ha generado una tensión emocional significativa.

Los argumentos para el enfado resultan previsibles: en la sala había alumnos de doce años (aunque también otros de hasta dieciocho) que no podían, según ellos, sino sentir escándalo o ver gravemente perjudicada su educación ante el ejemplo negativo que recibían, que debía ser en todo momento evitado por los profesores responsables de los montajes escénicos. La protección de la infancia inocente, en suma. Sí, sí: en 2014 aún queda quien piensa que los chicos de doce años creen quizá que la cigüeña los trajo de París y sus virginales oídos no han oído nunca decir palabrota alguna...

En realidad no puede sorprendernos. El teatro es retrato de la realidad. Y la vida no siempre se comporta de acuerdo con exigencias éticas ni inspira valores morales. La función del teatro es, además, remover conciencias, dar qué pensar y qué sentir. Abrir espacios. Ya en la antigua Grecia, Eurípides (y perdonadme que recurra, irónicamente en todo caso, a esta comparación...) provocó un gran escándalo al presentar en escena a Fedra declarándole a Hipólito, su hijastro, la pasión incestuosa en la que se abrasaba por su causa. No pudo terminarse la representación, pues el público ateniense atronó con un unánime y ensordecedor griterío llamando "pórne" (puta, vaya) al personaje. Y en cierto modo siempre he pensado que ese fue el mayor éxito de Eurípides. Si Atenas, educada también por la comedia de Aristófanes en un uso continuado del humor grueso, escatológico, irreverente con los dioses, ofensivo con sus dirigentes y procaz en todos los sentidos hasta límites insospechados, si la vieja ciudad reaccionaba como un solo hombre para gritar insultos a un conciudadano, un conocido, que andaba por la escena, calzado con alzas, disfrazado de mujer y ataviado con una máscara, mientras pronunciaba una declaración de amor en versos trímetros yámbicos, ¿hay mayor homenaje a la capacidad artística del dramaturgo y de su actor? ¿Cómo es posible que un público, acostumbrado al teatro durante años y años, pudiera atravesar sin darse cuenta la frontera entre la realidad y la ficción, hasta el punto de insultar a su pobre paisano como si él fuera realmente la mujer del mito, Fedra, quien para colmo de males, no existió nunca?

Nuestro público juvenil se comportó, en parte, con poca mesura, Quizá ya algo intranquilos por espectáculos que juzgaban no muy entretenidos, reaccionaron muy significativamente a la pequeña pieza, subrayando con algunas voces los momentos álgidos, los gestos, las palabras, malsonantes a veces, siempre creíbles, veraces, realistas: brotaban de la interiorización previa que los actores habían logrado de sus personajes, tras un arduo trabajo de ensayo y meditación. Tanto es así, que en ningún momento perdieron los papeles, a pesar de su juventud y escasa experiencia. Y no fue en todo caso un comportamiento generalizado, este que comento de las reacciones explícitas y sonoras. Muchos escuchaban, pedían silencio, seguían con interés los cuadros escénicos que planteaban el conflicto. Se preguntaban, después, unos y otros, por el significado del final, algo enigmático. Y aplaudieron, sin lugar a dudas, y aprobaron, finalmente, el espectáculo, de manera muy mayoritaria.

Pero no importa demasiado el juicio del público. Para algunos profesores, el teatro es solo una prolongación de la tarima, de la posición de autoridad y dominio, sometido a las mismas reglas de limitación que el discurso habitual del aula. Es adoctrinamiento, finalmente, pero por otros medios. Y como don Quijote, parecen confundir la realidad con la ficción... Tal vez no confían en el juicio de los jóvenes. Hasta el niño más pequeño distingue que el lobo feroz del cuento no vendría a comerle, por mucho que consiguiera inopinadamente escaparse del cazador amigo de Caperucita. Pero siempre hay adultos dispuestos a protegerlos, a defenderlos de enemigos imaginarios. A eternizarlos, sin darse demasiada cuenta, en la infancia que ellos mismos sacralizan: parecen creer, quizá inconscientemente, que la educación es control, domesticación, robotización.  Son los mismos que antiguamente, ni siquiera en la imaginación, permitían a la pobre Fedra manifestar abiertamente sus sentimientos. Les fascina el teatro, pero no toleran que les devuelva a veces, contra lo que esperan, la imagen real de la vida y de los alumnos, en un espejo sincero y objetivo. Aspiran a domesticar la escena, a convertirla en una forma de legitimar, bajo el prestigio del arte, su discurso reproductivo, previsible, cerrado, estereotipado.

Nosotros no pretendíamos aleccionar. Sí hacer pensar. Mover las reacciones y las conciencias. Plantear un conflicto verosímil. Era asumido por los jóvenes actores y actrices, casi improvisados, como un espacio de recreación de emociones humanas, una manera de contar una historia, creíble y sugestiva. No fue desde luego una representación perfecta o profesional. Sería absurdo y autocomplaciente enjuiciarlo de ese modo. Pero sí un logro en muchos aspectos, que permitirá, además, reflexionar y valorar actitudes y comportamientos desde convicciones propias, tanto a los jóvenes actores como al público. Y resultó un espectáculo válido y efectivo, lo que ya es de por sí sobrada justificación para esta obra, humilde y primeriza, que solo quería ofrecer, sencillamente, cierta proyección, confianza, libertad e independencia. Educación, en suma, no doctrina. Y algo, muy poco, en fin, de arte.

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