viernes, 22 de noviembre de 2013

El deseo en silencio

No hay, no puede haber en el silencio otra máquina oculta que la de contar la propia muerte. Es ansia de vacío, dolor oscuro que se afila como una luz voraz, como una hoz hambrienta para desguazar el fin, estructurar después sus fragmentos, intensos y desnudos, en un esqueleto rotundo que les dé apariencia de cuerpo y, además, qué cosas, todo el volumen del anhelo. Es esa necesidad de hundir en la tierra imaginada de la propia tumba todo el ardor cristalizado, la memoria que sangra entero el placer, como una lava que desconsideradamente cuaja en un sueño mineral rabiosamente incandescente. Esa es la piel interior, la caricia secreta del escondrijo donde las palabras escamotean su sonido, se agachan, como sombras sedientas, como almas deshuesadas y lascivas, en una quietud expectante, tenebrosa, y pasean suavemente sus manos por el sinsentido ausente de la herida que ha olvidado su cicatriz: como el lobo olvida, en la oscuridad, el resplandor envolvente de la respiración materna, cuando sus pasos, bailables y sedosos, escupen en la nieve la terca mansedumbre del deseo.

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