No sé si son fenómenos conectados, pero el hecho es que la amenaza latente de un terrorismo de raíces religiosas y alcance mundial viene ahora a disputarse la atención periodística con la existencia de Dios, recientemente desechada por una de las mentes que Occidente ha decidido venerar.
Es interesante que Hawking haya obtenido una autoridad redoblada por el coraje con que afronta una enfermedad invalidante. No es un secreto que su presencia pública ha construido una imagen de prestigio televisivo que debe buena parte al modo en que su mente es capaz de saltar por encima de todas las barreras físicas, que se muestran ostensiblemente.
Y es que, al menos desde Platón, empieza a concebirse el espíritu humano como una entidad alada, celestial, pero prisionera y cautiva de un cuerpo que limita. Sin embargo, no renunciaba Grecia por completo a la concepción del alma como armonía del cuerpo, como equilibrio de la dimensión física y tangible. Pero el triunfo ideológico del alma contra el cuerpo se producirá cuando una cierta versión del cristianismo ascético se enseñoree del imaginario colectivo occidental.
Como un nuevo Tiresias, aquel profeta ciego del mito, Hawking, nada más que todo un hombre, ha decidido invadir el espacio de los titulares virtuales con su negacionismo. Y ese grito sintético, esa ráfaga atea salta en el ágora efímera de la red con toda la capacidad de provocación y de escándalo que su prestigio le otorga. Dios atrae así los focos en el mundo cristiano para iluminar su ausencia, su silencio, su nula relevancia pública. Mientras, el miedo a los fanáticos hace cobrar una corporeidad terrorífica a un Dios sangriento, vengativo, que decreta guerras santas, muertes de inocentes, fatuas contra escritores, lapidaciones de adúlteras, ahorcamientos de homosexuales...
¿Realmente es necesario negar a Dios desde la ciencia para afirmar al hombre? ¿Sólo podemos enfrentar el ateísmo al fanatismo? ¿No es, más bien, la divinidad el reflejo de nuestra conciencia, en su repliegue íntimo, en la soledad del alma, invadida de esa nada que nos precede, que nos espera como individuos, del mismo modo que a todas las cosas? En cada vida humana se repite el relato de un origen incierto, de un final que nos disuelve y ante el que sentimos, demasiadas veces, temor y angustia.
Sin embargo, nada debe enfrentarse desde el miedo. Ni el misterio de un origen que nunca agotará sus preguntas, ni la certeza del final, del camino que muere, inexorablemente, en la niebla. No parece que debamos armarnos de orgullo por anunciar la enésima muerte de Dios, esta vez a manos de la astrofísica. Bajo la máscara altiva del científico, podemos reconocer el rostro del miedo. El mismo rostro que ocultan los fanáticos en sus estremecedores vídeos testamento, donde anuncian hipócritamente sus certezas paradisíacas, en esas hornacinas macabras que les ofrece internet.
Por qué apresurar la muerte de Dios, si siempre encontrará refugio en la curiosidad humana. Por qué creer que la divinidad, de existir, quiere alimentarse de crueldades ejecutadas por la desesperación y el odio. No hay motivos para extender tales blasfemias. Ni la ciencia necesita el cadáver de Dios para reafirmarse, ni Dios de la sangre humana para envilecerse.
Algo extraño sucede en nuestra época, necesitada de palabras huecas que apenas disimulan un enorme vacío. De gritos que no pueden ahogar la necesaria hondura del silencio. Es preciso vivir con todas las preguntas abiertas, con todas las dudas acuciantemente ardientes. Sin exabruptos pretenciosos ni violencias absurdas. Humildad y bondad nos resultan, universalmente, urgentemente, precisas. Si no podemos encontrarlas en el cielo, probemos a ejercitarlas, de todos modos, aquí abajo. A la manera, por qué no, de aquel hombre que murió en una cruz, hace ya algún tiempo.
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