sábado, 6 de febrero de 2010

El judeoespañol, o ladino sefardí

Siempre me ha atraído el judeoespañol, el ladino. De niño leía en los libros de escuela de mis padres las historias del antisemitismo popular, remozadas por el franquismo tontorrón y antañón de los cuarenta. La vida de Santo Dominguito del Val: una historia apócrifa, sobre un niño raptado por criptojudíos de tiempos de los Austrias y obligado a abjurar de su fe pisando un crucifijo. Al negarse, los barbudos fariseos pseudoconversos lo crucifican en la pared. Esas leyendas, de una crueldad demoníaca y gratuita, me fascinaban y enardecían en mi corazón infantil la pasión por Cristo, por morir en su nombre, ardientemente inmolado en misiones.

Más tarde, claro está, comprendí la verdad. Leí Dostoievski, sus Karamazov, con el terrible juicio soñado del Gran Inquisidor que de nuevo crucifica a Cristo... para salvar el alma de semejante hereje, ese Hijo del Hombre, y dar así ejemplar escarmiento a todo aquel que piense por sí mismo y busque el sentido de la vida por su cuenta. Comprendí que ni los judíos eran santos ni tampoco réprobos, que todos albergamos dentro abismos interiores, sentinas de maldad difusa. Y que a veces necesitamos, de manera pueril, poblarlas de demonios facilones, prediseñados a medida de nuestros miedos, nuestros deseos oscuros. Y que esa es la raíz de los odios gratuitos, las fobias a lo desconocido, al diferente.

Después, conocí, en los mismos libros anticuados de historia, la odisea de la diáspora sefardí, siempre románticamente enaltecida por lo poco que quedaba en los falangistas, idealistas a su manera enfermiza, del amor del idioma y de cierto medievalismo decimonónico. Qué gran paradoja la de ese nacionalismo pacato, pasional, de mesa camilla y de paredón, proselitista de Cristo y aniquilador de diferencias. Los sefarditas eran vistos como unos paradójicos portadores del alma de la España de los Reyes Católicos, involuntarios preservadores de esa simbólica pureza de la nación en sus primeros vagidos de historia moderna. Así acababan redimiendo su condición de "asesinos de Cristo" con la de "evangelizadores del mundo en la lengua del Cid".

Luego ya me hice mayor. Puse las cosas en su sitio, espero. Y en un viaje a Estambul escuché de labios de dos ancianas saludos y frases en la lengua agónicamente viva todavía en las Islas Príncipe... Esa región del mundo donde la riqueza del comercio, la bruma del Bósforo, los fragmenta disiecta de Bizancio, el esplendor de los azulejos de la Mezquita Azul frente a Santa Sofía, los olores punzantes del bazar de las especias, los renacidos iconos de San Salvador in Chora, los muros ya desmoronados de esa también patria mía, todo, en suma, me hablaba de Dios, pero no del Sinaí, no de los rayos que nacen como espadas de la cabeza de Moisés, no del Dios de los ejércitos que derrumba las murallas de Jericó, sino del Dios humilde y misterioso que Jesús, un judío, hacía nacer del pan partido con las manos, del agua viva que brotaba en mil lenguas de los labios inspirados de sus discípulos, de la última sangre que manaba de su costado, herido aun tras la misma muerte.

Y siento muchas veces esa emoción que los filólogos sabemos experimentar en textos y códices recónditos, en alientos casi extintos, en papiros despedazados, en lenguas situadas al borde de su abismo. Y de algún modo percibo que el español, el catalán, que han sabido de mis versos, y que el griego, el latín, tan amados siempre, me confieren ahora vida, en mi pequeña diáspora personal, que el Mundo Antiguo me envuelve en la fascinación que se despierta en los mozalbetes al saber, por ejemplo, de la brutalidad germinal y primitiva de los gladiadores, de la belleza lacerante de ciertas esculturas griegas, de los ritmos secretos dormidos en la poesía de amor y de tragedia; que tiene sentido, después de todo, escribir del modo que lo voy haciendo, raptado por la emoción, la viveza de un recuerdo real o imaginario, pero siempre imborrable.

4 comentarios:

  1. Qué texto tan hermoso. Reúne mucha riqueza conceptual y mucha confesión personal. ¿Has leído la Oda al Santísimo Sacramento, de Lorca? Por cierto, Foxá, cuando fue diplomático en Bucarest, se hizo amigo de los sefardíes. Un abrazo, amigo. A lo mejor tenemos gotas de sangre hebrea.

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  2. Todos tenemos, Jesús, una deuda de sangre hebrea. No solo por la muerte de Cristo, que pertenece en realidad a todos los hombres, sino también por ese misterio, maldito y repetido, del progrom, del exterminio antisemita, de la shoa, del llamado holocausto. El parentesco humano no se define en realidad por la sangre ni la raza. Como sabía Isócrates, la ciudadanía helena, diríamos hoy tal vez humana, viene por el sentimiento común de humanitas --digámoslo con Cicerón--, tan significativamente despertado por la identificación con las víctimas de todo desafuero, toda injusticia, todo abuso. Cristo, los exterminados por los nazis, los perseguidos, somos, Jesús, nosotros. Lo que a ellos les hicieron, a nosotros nos lo hicieron, pues qué otra cosa es el Cristo en realidad que lo divino que vive en lo humano, o lo humano que se diviniza en la bondad.
    Sí he leído esa Oda. Hay en ella tanto, que ahora no puedo responder más largamente.

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  3. Hermosa reflexión y fantástico escrito. He recordado cómo pasé yo desde la inquina infantil contra los judíos malos, a darme cuenta que Jesús era judío.
    Un abrazo, Benjamín.

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  4. Me gusta esa reflexión final sobre quién es Cristo. Yo no habría sabido decirlo mejor. Gracias.

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