martes, 6 de enero de 2009

El peso muerto de ETA y Hamas: hacia un lenguaje nuevo

Siempre que un político español habla de violencia política o procesos de secesión en un contexto internacional, corre el riesgo de que su pensamiento se modele sobre el patrón de su propia experiencia interna. Inevitablemente, la mente, que procede de lo cercano a lo lejano, de lo familiar a lo extraño, operará un paralelismo, no siempre plenamente consciente, entre el litigio en cuestión y los nacionalismos disgregadores, señaladamente sobre la permanencia anacrónica de la actividad de ETA. Es uno de los tributos que la supervivencia del terrorismo en España impone, y quizá, aunque no muy visible, más gravoso y dañino que las extorsiones económicas. Y hemos de librarnos de él.

Gravoso, porque mantiene minado el campo de la comprensión de los conflictos por parte de nuestros mandatarios, pero también porque cuanto digan será inevitablemente leído en clave interna, y tachado de argumentación interesada, pro domo sua, tanto por los analistas españoles como por los expertos extranjeros. Así, el reciente pronunciamiento de Zapatero en relación al ataque de Israel en Gaza crea un espacio peligrosa e inevitablemente metafórico, donde el estado judío es leído como la transposición de España y Hamas deviene en remedo de ETA y su subcultura violenta que pretende, como en el caso del grupo palestino, permear completamente la sociedad civil. Y el reproche al carácter desproporcionado de la invasión suscita una apariencia de legitimación indirecta a las reclamaciones contra la ilegalización de Batasuna o la legislación antiterrorista.

Lo malo es que no hay fácil remedio. España no puede renunciar a hacer oír su voz en el contexto internacional. La opción de sacar a colación el propio sufrimiento por el terror etarra y hacer explícita una condena específica y distintiva, no deja de implicar un torpe reconocimiento a la posibilidad del paralelismo y de dar una contraproducente notoriedad gratuita a la organización criminal. Era el camino de Aznar, cuando, ante cualquier ataque terrorista, decía que el pueblo español entendía mejor que nadie el carácter estéril y trágico del sufrimiento producido por la violencia política irracional. El final de su mandato precipitó la caída del Partido Popular precisamente por confundir --deliberadamente o no, poco importa-- el origen de la matanza de Atocha. Pero es que callar en esos contextos sobre la persistencia de ETA no impide que el relato propagandístico de los terroristas esté virtualmente presente en las fórmulas escogidas, en el lenguaje ya acuñado y desgastado, y pueda emerger, además, sorpresivamente en las preguntas, obligadamente molestas, que un periodista plantee, lo que arruina la especificidad de la visión y bloquea toda relevancia diplomática.

De este modo, es necesario desactivar sistemáticamente el lenguaje terrorista, su pretendida construcción de símbolo político, su potencia basada en la mística del perseguido, pero sobre todo en el miedo. Quizá el origen de la oscura legitimación parcial de ETA en el imaginario colectivo parte de la guerra de la Independencia, de la técnica de la guerrilla, tan "española" como el éxito internacional del término, tantas veces resucitada y ennoblecida por un cierto folclorismo inmaduro y romántico. Del bandolerismo social. Y de otras fuentes, remotas o próximas: el maquis, el Ché, Arafat... Sea como fuere, es del habla actual, de nuestras expresiones y fórmulas, de donde tenemos que desterrar su sombra, arrojando en ellas toda la luz posible y la claridad política de un lenguaje nuevo e inhóspito para nociones y conceptos de matriz predemocrática y medievalizante, bajo la coartada pseudomoderna del socialismo.

Los etarras hablan de España como si no existiese políticamente, como si fuese una pesadilla, una alucinación temporal de la que tratan de despertar. Nosotros hemos de proceder como si ETA no existiese, políticamente. De hecho, es lo que afirmamos, que no son ideas lo que se persigue, sino los delitos que cometen y las organizaciones mafiosas que las secundan y posibilitan. Y hemos de hablar, internacionalmente, como una potencia media, capacitada para el análisis y escuchada por todos. Una democracia europea con presencia en el mundo y con un lenguaje nítido y nuevo, desacomplejadamente arraigado en principios firmes y realistas.

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