En efecto, el éxtasis muda al místico en eje del mundo. En el árbol de la docta ignorancia, en madero sufriente del que penden frutos de poesía y de confesión, de virtud y pecado, del bien y del mal, trenzado jugoso de hilos resecos, racimo de mosto y prensado vino. En él Cristo revive su pasión, su propia corporeidad sufriente, hasta reflejarse por entero como emblema del triunfo del alma sobre el cuerpo, de la vida sobre la muerte, o, quizá mejor, de su tensa y efímera transfiguración mutua. En el éxtasis se hermanan pasión y resurrección, estigma y ascensión.

Por eso el pueblo hace suyo al santo clandestino de clausura. Vive en él la fe, y tras atormentarlo con persecución y juicio, lo enarbola definitivamente en los altares. Él hace real, vivida, la fe del pueblo, él rescata el tiempo de dolor al revivir paradigmáticamente el tiempo sagrado y primigenio. Atrapa la sacralidad de las imágenes de un Gregorio Hernández en el retablo ardiente de su cuerpo.
Encerrada en su celda, en la secreta confidencia del relato, se eleva después Teresa a los altares y se multiplica como pan infinito en las imprentas, convirtiendo la intimidad de su desposorio con Cristo en una comunión más allá del espacio y del tiempo. Así se hace su visión extática de Dios espectáculo constante en la imagen de Bernini. Y cuento de nunca acabar en el libro de la vida. Porque su cuerpo en mármol blanco luce como custodia de piedra, blanco sepulcro de un amor inmortal macizo y enterizo, epitafio de vida, eterna confesión de perpetua humildad y exaltación de amor más allá de lugares y de días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario